Si hay un dogma sobre el cual en Europa existe un consenso de hecho entre la derecha y la mayoría de las fuerzas de izquierdas, es sin duda el del libre comercio. Ha sido incluso promovido al estatus de “libertad fundamental” en los tratados europeos que sitúan la libertad de circulación de capitales, de bienes, de servicios y de personas por encima de cualquier otra consideración. Por otra parte, su promoción constituye la única razón de ser de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y forma parte, asimismo, de la “caja de herramientas” del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Sobre sus bases se han suscrito, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, decenas de tratados comerciales bilaterales o multilaterales.
¿Cómo es posible que una doctrina elaborada hace más de dos siglos (1), es decir, mucho antes de que Marx y Keynes tomaran la pluma, haya podido ser implementada hasta el día de hoy en casi todo el mundo sin que sus fundamentos teóricos y sus resultados prácticos hayan sido cuestionados masivamente? A ese respecto, distinguiremos aquí tres tipos de postura. En primer lugar, la de los ideólogos “puros”, para quienes el libre mercado es una especie de verdad revelada que, no menos que otras religiones, nunca podría ser materia de debate. Su principal feudo es la Comisión Europea, donde su fe hace buenas migas con sus intereses profesionales e institucionales. Al abrigo de los tratados que le otorgan una competencia exclusiva en ese campo en el seno de la Unión Europea (UE), el Ejecutivo bruselense dedica, efectivamente, gran parte de su tiempo a negociar tratados de libre comercio con otros grupos regionales o con terceros países. Toda nueva firma de un tratado semejante refuerza su posición frente a los Estados miembros.
La segunda postura es la de los neoliberales, que ven con razón en el libre comercio una herramienta que permite deslindar la esfera económica y financiera de la esfera política y democrática, considerando esta última demasiado receptiva a las pulsiones “populistas”. A lo que apuntan es a “la instalación de la empresa en el centro de las relaciones sociales, como forma universal de gobierno de las conductas, como modo de producción de las existencias individuales, como horizonte de las esperanzas” (2).
Hasta aquí, nada ilógico. Sí lo es el tercer tipo de postura, la de una socialdemocracia enfrentada a los estragos de la liberalización planetaria del comercio y de la inversión en su propio electorado (3), pero que, gangrenada por el neoliberalismo, ha renunciado a combatirla. La situación es aún más paradójica para una gran parte de la izquierda radical, que confunde libre comercio con internacionalismo. Ciertamente es muy activa en las movilizaciones contra los acuerdos de libre comercio, en particular hoy en día contra el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP por sus siglas en inglés), pero salvo contadas excepciones, entre ellas la del diputado europeo Jean-Luc Mélenchon, sus dirigentes no tienen coraje para proponer la única alternativa coherente: un proteccionismo solidario que subordine los acuerdos comerciales al respeto de las normas sociales y medioambientales. ¡Un esfuerzo más, compañeros, para pronunciar la palabra “proteccionismo” sin sonrojarse!
NOTAS:
(1) Los fundamentos del libre comercio se encuentran en la teoría de la ventaja comparativa desarrollada por David Ricardo (1772-1823) en su libro Principios de economía política y tributación, publicado en 1817.
(2) Pierre Rimbert, “Un bâton dans les roues”, Manière de voir, París, junio 2015.
(3) Véase Serge Halimi, “Rechazo al libre comercio”, Le Monde diplomatique en español, mayo de 2016.