Tres sillas de plástico se encuentran frente a una camioneta blanca. Sentada en una de ellas, la comandante Tori, de 28 años de edad, habla con una voz tranquila. Una larga trenza de pelo negro cae debajo de su pasamontañas y se desliza hasta su pecho, donde se lee: “Policía Comunitaria”. Estamos en Tixtla, ciudad de 21,000 habitantes en el centro del Estado de Guerrero, al suroeste de México. Este Estado, de 3.5 millones de ciudadanos, produce por sí solo más de la mitad de la heroína consumida en Estados Unidos. Una situación inédita que sitúa al país del mezcal justo detrás de Afganistán en la clasificación de los máximos productores mundiales de la famosa droga que se extrae de la amapola.
Codiciados por los narcotraficantes y sus cómplices, los campos de amapolas rojas y amarillas de las cuales se saca la heroína se han extendido tan rápido como el crimen y la impunidad. Desamparados, perseguidos por policías a veces tan corruptos que obedecen directamente a los cárteles, los ciudadanos de Tixtla han decidido formar su propio sistema de defensa.
“No hacemos la guerra a los narcos”, matiza de inmediato Tori, quien coordina unos cien policías comunitarios. “Eso no resuelve nada y además no tenemos el armamento adecuado. Solo tratamos de proteger nuestras vidas y nuestros bienes”.
Con la cara cubierta por un pasamontañas para evitar que le saquen fotos —eso podría facilitarles el trabajo a los sicarios— la comandante sigue charlando mientras acaricia con una mano su pelo trenzado: “Antes, los delincuentes caminaban en el medio de la ciudad, sus cuernos de chivo (AK-47) en la mano, intimidando a la gente, robando y violando. Cuando nos sublevamos, en 2013, el cártel de Los Rojos tuvo que calmarse, lo que nos permitió concentrar nuestros esfuerzos en la delincuencia común. La paz fue restablecida”. Hasta que otro grupo, Los Ardillos, surgiera. “Han tratado de negociar con nosotros, explicando que ya tenían un acuerdo con la Policía Municipal. Como nos negamos, las cosas se pusieron feas”.
La tensión sube de repente. Invisibles hasta el momento, unos diez hombres armados con pistolas, fusiles y ametralladoras se despliegan alrededor de nosotros. Los que llevan un chaleco antibalas se posicionan en los rincones de las calles que conducen a la sede de la Policía Comunitaria. Los otros se instalan detrás de los muros y de los sacos de arena para proteger a su jefa.
El rostro escondido debajo de un pasamontañas, «Tori», 28 años, coordina la policía comunitaria de Tixtla (Guerrero) que se opone a los carteles y a las autoridades municipales consideradas como corruptas.
“Tenemos que tomar ciertas precauciones”, prosigue Tori. “Aquí no hay diferencia entre crimen organizado y Estado. Los narcos tienen orejas en todos los lados. Hace dos meses, cuatro de nosotros cayeron en una emboscada”. Baja brevemente la mirada: “Recibieron una llamada telefónica, pero cuando llegaron al lugar dos camionetas los bloquearon. Aquí las calles son muy estrechas. Los compañeros ni siquiera tuvieron chance de quitar el seguro de sus armas… Esta gente no tiene ningún respeto por la vida”.
Muy cerca del lugar donde fue la emboscada normalmente existe un retén de la Policía Estatal. ¿No hicieron nada los agentes? “No estaba ese día”, contesta Tori. “Lo habían quitado un par de días antes y lo pusieron nuevamente al día siguiente. Sabían lo que sucedería”.
Desde que empezaron en 2013, los miembros de la Policía Comunitaria de Tixtla han sido amenazados y encarcelados, pero hasta ahora nadie había sido asesinado. “Es un camino largo y difícil. Sabemos que se necesitarán años para restablecer una paz duradera —opina la mujer enmascarada—, pero no perdemos la esperanza: en San Luis de Acatlán no lo han logrado de un día para otro”.
El Estado de los 11 cárteles
Los policías comunitarios deben tener mucho cuidado al enfrentarse a los narcos y a las fuerzas policíacas corruptas.
Retomamos la ruta a través de los paisajes áridos de Guerrero. A algunas horas de la costa Pacífica y del epicentro turístico de Acapulco (la cuarta cuidad más peligrosa del mundo desde que el presidente Felipe Calderón declaró la “guerra contra la droga” a finales del 2006), la región montañosa de San Luis de Acatlán es considerada como la cuna de las policías comunitarias. Una fuente de inspiración para las poblaciones violentadas de Guerrero y de otros estados vecinos, como Michoacán.
En San Luis de Acatlán, ciudad principal de la región, no encontramos retenes ni hombres con pasamontañas. Resulta difícil creer que estamos en el “Estado de los 11 cárteles”, donde 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa fueron desaparecidos el 26 de septiembre de 2014. En esta aglomeración de 42,000 habitantes las puertas de las casas están siempre abiertas, los niños juegan libremente en la calle y las familias van sin miedo de un pueblo a otro. ¡De día y de noche!
“Todo eso era impensable a principios de 1990”, explica Gelacio Barrera Quintero. Este hombre, ya de cierta edad y de mirada dura, es uno de los fundadores del organismo que coordina las policías comunitarias indígenas de la región, lo que corresponde a unos 1,800 agentes al servicio de alrededor de 150 comunidades tlapanecas, mixtecas, amuzgas, afrodescendientes pero también mestizas.
La ciudad de Oaxaca el 18 de enero. Los padres de los 43 estudiantes “desaparecidos” en septiembre del 2014: “El gobierno ha capturado al Chapo, ¿y qué? !Nosotros queremos recuperar a nuestros hijos!”.
“No tomamos las armas por gusto, sino por necesidad”, cuenta este policía retirado y fundador de la Coordinadora Regional de las Autoridades Comunitarias (CRAC-PC). El veterano, que sigue siendo muy influyente durante las asambleas de la CRAC-PC, no esconde el hecho de que tuvieron que matar para defenderse de los criminales. Muchos de sus amigos cayeron en el campo de batalla. “Pero hoy gozamos de una tranquilidad que muchos nos envidian en México”.
¿Qué hace la Policía Comunitaria cuando arresta a alguien? “Al principio entregábamos los detenidos a las autoridades”, contesta Delfino Ramos Vázquez, profesor jubilado y consejero de la CRAC-PC. “Pero, como los soltaban enseguida, tuvimos que crear nuestro propio sistema de Justicia”.
Delfino nos lleva a la “casa de seguridad” de San Luis de Acatlán. Excepto por dos celdas pequeñas no tiene mucho que ver con una cárcel convencional. “Los que vemos detrás de los barrotes acaban de ser arrestados porque han robado. Su caso tiene que ser discutido”, explica nuestra guía. “Aquí no hablamos de crímenes, sino de errores. El delincuente redime sus faltas poniéndose al servicio de la comunidad. La mayoría de su tiempo lo pasa fuera de la celda. A veces puede dormir en su casa o en el mismo local que los policías”.
En la cocina varias personas se activan para preparar las tortillas con la harina que les trajeron los vecinos. “No soy cocinera, murmura una voz suave en medio de la charla. Yo soy detenida”. Esta joven algo coqueta fue arrestada por intento de homicidio. “Acuchilló a su novio infiel”, nos susurra más tarde Delfino. “Está en el hospital. Vamos a tener que hablar con la familia de la víctima para saber cómo arreglarlo. Es delicado, claro…” En un sistema judicial clásico el culpable se expondría a varios años de cárcel. “Aquí hacemos las cosas de modo diferente”, afirma Delfino. ¡Pero no lo interpreten como laxismo! “Si un detenido logra escaparse, el guardia responsable purga lo que queda de su pena”.
Una detenida (a la derecha) ayuda en la cocina. Las comunidades rurales han creado su propio sistema de justicia.
¿Y la corrupción? “Es una plaga que aparece en cuanto el dinero se mete en el medio”, constata el consejero de la CRAC-PC. “Si un agente recibe, como es el caso en otros lugares, dinero de un partido o del crimen organizado, no sirve a la comunidad. Nuestros policías son designados por la asamblea del pueblo y no reciben salario. Cada uno recibe el mismo trato. Cada uno sirve cuando le toca. Si alguien no lo acepta,tiene que tener una muy buena excusa”. A cambio, los pobladores echan una mano a los policías. Pueden ayudarles a cultivar sus tierras, darles comida o pagar algunos gastos. La asamblea, este sistema de las comunidades originarias que se ha venido construyendo desde tiempos prehispánicos, fue visibilizada y fortalecida por el alzamiento neozapatista de 1994. Permite a las comunidades sobrevivir a la guerra de baja intensidad que carcome a México. Si tiene grandes méritos, ese sistema no deja de ser exigente.
En el pueblo de Horcasitas, Adrián acaba de ser designado por segunda vez para resguardar la seguridad de su comunidad. “Trabajo todo el día y cuando llega la noche tomo mi servicio hasta la 1:00 de la mañana. No es fácil porque veo muy poco a mis hijos. Pero al mismo tiempo, desde que nuestra Policía funciona, ya no hay raptos de niños en la zona”. En el territorio de la CRAC, que cubre un tercio de Guerrero, la siembra de amapolas y de marihuana es prohibida.
En cuanto al Ejército, a los federales y a la Policía del Estado (la proliferación de policías es un problema real en México), la población local los considera como los primeros responsables de los males que consumen al país. Esas fuerzas no entran en la zona sin el consentimiento de la Policía Comunitaria.
Los policías comunitarios dicen que no hacen la guerra a los narcos, “solo tratan de proteger sus vidas”.
“De alguna forma nos parecemos a una guerrilla, es cierto”, reconoce Pablo Guzmán, uno de los líderes de la organización. “Pero, a diferencia de los zapatistas de Chiapas, no declaramos la guerra al Estado. Declaramos la paz. Y sí, a veces negociamos con las autoridades”. Según Pablo, los campesinos que viven en la región de San Luis de Acatlán han entendido que no se podía esperar nada por parte del Gobierno y de los partidos corruptos. “Forjamos nuestra autonomía. Es la única manera de preservar nuestro modo de vida y de proteger nuestras tierras de la codicia de las empresas mineras canadienses, inglesas y chinas que compran concesiones al Gobierno sin que seamos consultados”.
Una opinión que comparte Rosalinda Dionicio Sánchez. Esta mujer aguerrida recibió una bala en la pierna y otra en el hombro por haberse atrevido a oponerse a la instalación de una mina canadiense de oro y plata a orillas de su pueblo. Basta con dormir una noche en San José del Progreso para darse cuenta de los problemas que denuncia “Rosy”, como la llaman sus amigos.
Un pueblo minero
El polvo levantado por los enormes camiones que no dejan de ir y venir por las calles se infiltra en todos los lugares. Una capa de partículas grasosas que proviene de la extracción minera se encuentra cada mañana en la superficie de las plantas y del agua que conservan en los patios de las casas. El trabajo infernal de las máquinas hace vibrar las camas durante la noche y en algunas viviendas se pueden observar fisuras provocadas por las explosiones subterráneas.
Más grave todavía: el consumo extraordinario de agua que utiliza la mina disminuye el nivel de los pozos del pueblo —dos ríos se han secado desde que empezó la explotación, en 2006— mientras que los productos químicos utilizados para tratar los minerales contaminan los suelos y los mantos freáticos.
“Los narcos participan en la decadencia de nuestro país, es obvio”, analiza Rosalinda. “Eso no impide que la violencia más fuerte y generalizada la genere el Estado. México y sus dirigentes venden nuestros recursos naturales sin consultar a la población y la reprimen en caso de resistencia”.
Una niña en el pueblito de Horcasitas: el despojo de las riquezas naturales y la violencia del crimen organizado amenazan el futuro de México, de los indígenas en particular.
Para la militante, para quien el Estado fue obligado a darle una protección policíaca desde que personas afines a la mina intentaron matarla, la guerra contra la droga proseguida por el actual presidente Enrique Peña Nieto no es nada más que un pretexto: “El Gobierno lo usa para militarizar al país y aplastar cualquier tipo de protesta, en particular en las comunidades indígenas, las cuales ocupan la mayor parte de las tierras ricas en minerales y en agua”.
Ubicado cerca de Oaxaca, capital del Estado con el mismo nombre que se extiende entre Guerrero y Chiapas, el pueblo de Rosalinda fue dividido en dos por la empresa canadiense Fortuna Silver. Literalmente. “Por este lado de la calle”, explica la mujer apoyándose en su bastón, están las familias afines a la mina. Los que me han disparado viven aquí. Por el otro lado —prosigue mientras un camión cargando piedras cubre el sonido de su voz— estamos nosotros”.
Una vez más la asamblea comunitaria aparece como la única institución capaz de resistir los millones de dólares descargados por la minería para ganarse a la población. “Los dirigentes locales de Fortuna Silver siguen la misma lógica que los cárteles que infiltran la Policía Municipal: compran conciencias”, opina Ivonne Vázquez Hernández, un albañil a quien el Estado de Oaxaca ha proporcionado una protección policíaca desde que fue designado presidente de la asamblea. “Me protegen y me espían al mismo tiempo”, susurra con media sonrisa.
Ivonne sigue: “Hemos construido un gobierno paralelo a aquel, corrupto, de la municipalidad. Tenemos nuestras propias oficinas, nuestro mercado central y nuestra radio. Nuestras reuniones duran horas, a veces días enteros porque tocamos y debatimos de todos los aspectos de la vida de la comunidad, del presupuesto al tema de la seguridad, pasando por la estrategia elegida para bloquear la mina”.
Ese tipo de organización exigente es animado por el mismo espíritu de reciprocidad y de compromiso que dio origen a las policías comunitarias de Guerrero. Gracias a ese modo de gobernar, heredado de las costumbres indígenas, miles de mexicanos levantan la cabeza, resisten a los cárteles y se oponen a las empresas que buscan cómo explotar las riquezas que duermen en sus tierras desde hace siglos.
Source : http://www.laprensa.com.ni/2016/04/17/suplemento/la-prensa-domingo/2018833-ley-crimen-la-mexicana