Los planes de “rescate” financiero de Grecia hoy –quizá de España y Portugal mañana, y de otros Estados pasado mañana– no tienen en absoluto el objetivo de “rescatar” un país. Se trata de evitar a toda costa el derrumbamiento de una construcción monetaria, el euro, y, en consecuencia, el de los fundamentos ideológicos de la construcción europea.
La decisión de crear una moneda única europea, principal disposición del tratado de Maastricht de 1992, constituía un desafío a la lógica. Se decidió imponer, efectivamente, igual política monetaria a economías tan dispares como, por ejemplo, las de Alemania y Grecia. Por definición, cualquiera que fuese esa política, sólo podía servir a un interés nacional particular –estructural o coyuntural–, y por ende, menoscabar otros intereses nacionales. En este caso, son los intereses alemanes, y sólo ellos (un euro “fuerte” sustituyó a un marco “fuerte”), los que determinaron su definición.
El euro habría tenido sentido en una zona económica relativamente homogénea, como Estados Unidos para el dólar, que contara además con instrumentos de transferencias financieras internas masivas (como es el caso del presupuesto federal norteamericano), decididos por una autoridad política única (la Presidencia y el Congreso estadounidenses) actuando a su vez en estrecha colaboración con un banco central (la Reserva Federal). Sin hablar de un idioma único (el inglés), y de una cultura de movilidad de la mano de obra.
Ninguna de estas condiciones se cumple en la Unión Europea (UE). Su presupuesto apenas representa alrededor del 1% del PIB del conjunto de los Estados miembros. La movilidad en su interior sólo puede ser muy limitada, principalmente por motivos lingüísticos. Las políticas europeas no apuntan a reabsorber las desigualdades del desarrollo económico y social, incrementadas con la entrada de diez nuevos miembros en 2004 y de otros dos en 2007, sino, por el contrario, a ser utilizadas para favorecer las deslocalizaciones internas y el dumping social.
Si hay armonización, ésta se hace hacia abajo. Finalmente, las capacidades de intervención económica y financiera de los Estados fueron transferidas por los sucesivos tratados (entre ellos el de Lisboa) no a autoridades democráticas supra-estatales, sino, esencialmente, al mercado y a instancias llamadas “independientes”, lo que en realidad significa cancerberos de los dogmas ultraliberales: la Comisión y el Banco Central Europeo (BCE).
Verdadero lastre, las reglas de la UE, le prohíben participar, como tal, en el “rescate” financiero de uno de sus 27 países miembros. El BCE “rescató” bancos que más tarde especularon indirectamente contra el euro, pero ¡no puede otorgar préstamos a uno de los 16 miembros de la zona euro! Rehén de una moneda única cuya sobrevaloración no beneficia más que a Alemania, Grecia (y muy pronto España y Portugal) sólo puede contar, como quien dice, con un huero apoyo “político” de la UE (que también desempeña, respecto a los mercados financieros, el papel de gendarme de los compromisos adoptados por su gobierno), con los préstamos que le otorgarían otros Estados y con... el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Ante este lamentable balance, el disparate de los tratados europeos estalla a plena luz ¡Los gobiernos de los Veintisiete, que los hicieron adoptar, se ven obligados a violarlos ahora, de forma más o menos discreta, para salvar a la UE contra su propia lógica! ¿Cuánto durará este intervalo entre los dogmas y la realidad?
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