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En la calle y en las urnas

Viernes 8 de junio de 2012   |   Bernard Cassen
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El 15 de mayo pasado, en muchas partes del mundo, los activistas celebraron el primer aniversario del nacimiento –en la Puerta del Sol, en Madrid– del movimiento de los Indignados: el 15-M. Este movimiento, apoyándose en la ocupación pacífica de las plazas públicas, se inspiraba directamente de las grandes concentraciones de la “primavera árabe” que, pocos meses antes, habían provocado la caída de los dictadores Ben Alí y Mubarak. Esta forma de protesta contra el orden establecido se reiteró más tarde en cerca de ochenta países, y en primer lugar en Estados Unidos con el movimiento Occupy Wall Street, luego en Londres contra la City, en Frankfort contra el Banco Central Europeo (BCE) y en Québec contra los recortes en educación.

En cada país existen razones específicas para oponerse a políticas y prácticas gubernamentales caracterizadas por la capitulación ante las finanzas y por una caricatura del funcionamiento democrático. En virtud de sus rasgos propios –en particular el rechazo de las estructuras de representación (como los partidos y los sindicatos), la ausencia de portavoces, la negativa a participar en las elecciones– el movimiento se priva no obstante de pesar en la correlación de fuerzas parlamentarias tradicionales. Y, como es lógico, se hace más robusto en la medida en que el sistema institucional está suficientemente bloqueado como para impedir cualquier alternativa.

Es en particular el caso de España y Portugal donde la socialdemocracia y los partidos conservadores han alternado en el poder para llevar a cabo políticas de austeridad rigurosamente idénticas. Ni hablar de Estados Unidos donde Goldman Sachs y, en general, Wall Street, hacen la ley en la Casa Blanca quienquiera que sea el presidente. Inversamente, cuando los procesos electorales dejan entrever la posibilidad de una ruptura, los ciudadanos utilizan las urnas como herramienta de resistencia. La ocupación de las calles se prolonga en la papeleta del voto.

Así fue como, el 6 de mayo pasado, los electores griegos de­saprobaron en masa al Pasok y a la Nueva Democracia, e hicieron de la coalición de la izquierda radical, Syriza, que rechaza las medidas dictadas por la troika BCE / FMI / Comisión Europea, una fuerza de gobierno creíble. Las nuevas elecciones legislativas previstas para el 17 de junio podrían incluso llevar a dicha coalición al poder.

En Francia, el movimiento de los Indignados tuvo pocos seguidores, pues las energías militantes se concentraron en la elección presidencial que parecía abrir una perspectiva real de cambio político. Y las concentraciones de decenas de miles de personas en las plazas públicas tuvieron un éxito excepcional gracias al Frente de Izquierda –una coalición similar a Syriza– cuyo candidato, Jean-Luc Mélenchon, alcanzó más del 11% de los sufragios. La victoria de François Hollande significó ante todo, el rechazo a Nicolas Sarkozy, el “presidente de los ricos”, y a la política de austeridad que, como lugarteniente de la canciller alemana Angela Merkel, quiso imponerle a toda Europa.

El programa de François Hollande no tiene sin embargo nada de una verdadera ruptura. Es un programa socialdemócrata moderado cuya ambición es sobre todo “reorientar” a Europa y volver al crecimiento, sin dejar de respetar siempre el rigor presupuestario y buscando a toda costa “salvar” el euro. Muchos piensan que se trata de una misión imposible ante la omnipotencia de los mercados financieros. Ya se verá si Hollande es capaz de enfrentarlos, lo que lo llevaría a tomar medidas mucho más radicales que las que se planteaba inicialmente. De no hacerlo, correrá el riesgo de terminar prematuramente como Zapatero o Papandreu, dándole así razón a los Indignados…





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