Cuando 850 millones de seres humanos viven bajo el umbral de pobreza, y su número aumenta. Cuando, cada 24 horas, decenas de miles de personas mueren de hambre. Cuando, día tras día, desaparecen etnias, modos de vida y culturas, lo que pone en peligro el patrimonio de la humanidad. Cuando el clima se deteriora y cuando surge la pregunta “¿vale la pena vivir ?” en Nueva Orleans, en El Salvador, en el Sahel, en las islas del Pacífico, en Asia Central y en las orillas de los océanos, no podemos limitarnos a hablar sólo de crisis financiera.
Las consecuencias sociales de esta crisis se hacen sentir más allá del ámbito financiero : desempleo, vida cara, exclusión de los más pobres, vulnerabilidad de las clases medias y aumento incesante de víctimas. Seamos claros, esta crisis no es sólo un accidente o un abuso cometido por algunos actores económicos que requieren ser sancionados. La realidad es que se trata de una lógica que atraviesa la historia económica de los últimos dos siglos. De crisis a regulaciones, y de desregulaciones a crisis, el desarrollo de los hechos responde siempre al volumen de las ganancias. Si aumentan se desregula, si disminuyen se regula. Pero siempre a favor de la acumulación de capital, definida como “motor del crecimiento”. La crisis de hoy no es nueva. No es la primera crisis del sistema financiero y no será la última.
Sin embargo, la burbuja financiera creada durante los últimos decenios ha sobredimensionado los datos del problema. La economía se ha vuelto cada vez más virtual y las diferencias de ingresos entre ricos y pobres han aumentado exageradamente. Para acelerar las ganancias, se ha puesto en marcha una arquitectura compleja de productos derivados y la especulación se ha instalado como un modo normal de actuación del sistema económico. Lo nuevo es que todos los desequilibrios que se viven hoy poseen la misma lógica.
La crisis alimentaria es un ejemplo. El aumento de los precios no es fruto de la disminución de la producción, sino el resultado de una combinación entre la disminución de las reservas, las maniobras especulativas y la producción de agrocarburantes. La vida de las personas ha sido sacrificada para obtener mayores ganancias. Las cifras de la Bolsa de Chicago así lo ilustran.
La crisis energética va mucho más allá de la explosión coyuntural de los precios del petróleo. Señala el fin del ciclo de la energía fósil barata (petróleo y gas) y de un modo de crecimiento acelerado, que permitió una rápida acumulación de capital. La sobreexplotación de los recursos naturales y la liberalización de los intercambios, desde los años 1970, multiplicaron el transporte de las mercancías y fomentaron la movilidad individual, sin considerar las consecuencias climáticas y sociales. La utilización de derivados del petróleo como fertilizantes y pesticidas se generalizó en el marco de una agricultura productivista. El modo de vida de las clases altas y medias se construyó sobre un gran derroche energético.
Como la crisis actual amenaza con perjudicar la acumulación de capital, los beneficiarios del sistema gritan ahora que hay que buscar soluciones de urgencia. Sin embargo, los mismo nos dicen que estas soluciones deben respetar la lógica de base : mantener el nivel de las ganancias. Sean cuales fueren las consecuencias para los pobres. Por ejemplo, todos reclaman ahora agrocarburantes para sustituir al petróleo contaminante. Pero no quieren saber nada de sus consecuencias ecológicas : destrucción de la biodiversidad, de los suelos y de las aguas subterráneas. Ni de sus consecuencias sociales : expulsión de millones de campesinos que van a poblar los cinturones de miseria de las ciudades.
La crisis climática, de cuya gravedad no se ha tomado conciencia, es según el Grupo Internacional de Expertos del Clima, resultado de la actividad humana. Nicolas Stern, antiguo colaborador del Banco Mundial, no vacila en decir que : “Los cambios climáticos son el mayor fracaso de la historia de la economía de mercado”. Aquí, como en la situación anterior, la lógica del capital no conoce “las consecuencias”, y menos cuando éstas empiezan a reducir las ganancias.
La era neoliberal hizo crecer las ganancias, e incidió en el incremento de la emisión de gases de efecto invernadero y del calentamiento climático. Tanto el aumento del uso de materias primas y de los transportes, como la desregulación de las medidas de protección del ambiente, disminuyeron el potencial de regeneración de la naturaleza. Entre el 20% y el 30% de todas las especies vivas pueden desaparecer en el próximo cuarto de siglo. El nivel y la acidez de los mares aumentará y se registrarán entre 150 y 200 millones de refugiados climáticos a partir de la mitad del siglo XXI.
La crisis social se sitúa en ese contexto. Es más provechoso para los empresarios privados producir para el 20% de la población mundial, capaz de consumir bienes y servicios con alto valor añadido, que responder a las necesidades básicas de los pobres. El fenómeno se ha acentuado estos últimos años.
Todos estos disfuncionamientos desembocan en una verdadera crisis de civilización. Caracterizada por el riesgo de un agotamiento del planeta y de la extinción del ser vivo. Lo cual significa una crisis de sentido.
Entonces, ¿regulaciones ? Sí, si éstas constituyen una etapa hacia una transformación radical y si permiten una salida de la crisis que no sea la guerra. No, si sólo prolongan una lógica destructiva de la vida. La humanidad que renuncia a la razón y abandona la ética, pierde su derecho a existir.
El lenguaje apocalíptico no es portador de acción. Pero una constatación de la realidad puede conducir a reaccionar. La búsqueda y la puesta en marcha de alternativas es posible. Pero no sin condiciones. Suponen, en primer lugar, una visión a largo plazo, la utopía necesaria. Luego, medidas concretas, escalonadas en el tiempo. Y, finalmente, actores sociales portadores de proyectos, en el marco de un combate cuya dureza será proporcional al rechazo del cambio.
La visión a largo plazo puede articularse alrededor de unos ejes prioritarios. En primer lugar, un uso racional de los recursos naturales, o sea otra filosofía de la relación con la naturaleza : no más explotación sin límites de una materia prima, sino el respeto de lo que es fuente de vida. Las sociedades del llamado “socialismo real”, poco innovaron en esta vía
En segundo lugar, privilegiar el valor de uso sobre el valor de cambio, lo que significa otra definición de la economía. No más producción de un valor añadido, fuente de acumulación privada, sino una actividad que garantice las bases de la vida, material, cultural y espiritual de todos los seres humanos. Las consecuencias lógicas son considerables. Pues a partir de ahí, el mercado sirve de regulador entre la oferta y la demanda, en vez de incrementar las ganancias de una minoría. El derroche de materias primas y de energía, la destrucción de la biodiversidad y de la atmósfera, son combatidas, tomando en consideración las “consecuencias” ecológicas y sociales. Las prioridades de la producción de bienes y servicios cambian de lógica.
Un tercer eje es la generalización de la democracia, no sólo aplicada al sector político. Una democracia participativa también dentro del sistema económico, en todas las instituciones, y entre los hombres y las mujeres. Una concepción participativa del Estado se deriva necesariamente de esto, así como una reivindicación de los derechos humanos en todas sus dimensiones, individuales y colectivas. La subjetividad vuelve a encontrar un lugar.
Finalmente, el principio de multiculturalidad entra a complementar estos tres ejes. Se trata de permitir a todos los saberes, ínclusive tradicionales, la participación en la construcción de alternativas, a todas las filosofías y las culturas, quebrando el monopolio de la occidentalización, a todas las fuerzas morales y espirituales capaces de promover la ética necesaria.
Entre las religiones, la sabiduría del hinduismo en su relación con la naturaleza, la compasión del budismo en sus relaciones humanas, la búsqueda permanente de la utopía del judaísmo, la sed de justicia en la corriente profética del islam, las fuerzas emancipadoras de una teología de la liberación en el cristianismo, el respeto de las fuentes de vida en el concepto de la madre tierra de los pueblos autóctonos de América Latina, el sentido de solidaridad expresado en las religiones de Africa, constituyen las contribuciones potenciales importantes, en el marco evidentemente de una tolerancia mutua garantizada por la imparcialidad de la sociedad política.
¡Utopías sólo utopías ! El mundo necesita utopías, a condición de que se traduzcan en la práctica. Cada uno de los principios mencionados es susceptible de aplicaciones concretas, y han sido objeto de propuestas por parte de numerosos movimientos sociales y de organizaciones políticas.
¿Quién será el portador de este proyecto ? Es verdad que la genialidad del capitalismo es que transforma sus propias contradicciones en oportunidades. How global warming can make you wealthy ? (“¿Cómo puede hacerle rico el calentamiento global ?”) se podía leer en una publicidad del semanario US Today a principios de 2007.
¿Puede el capitalismo renunciar a sus propios principios ? Es evidente que no : sólo una nueva relación de poderes lo logrará, lo cual no excluye que actores económicos contemporáneos se adhieran. Pero una cosa es evidente : el nuevo actor histórico portador de proyectos alternativos es hoy plural. Son los obreros, los campesinos sin tierra, los pueblos indígenas, las mujeres (primeras victimas de las privatizaciones), los pobres de las ciudades, los militantes ecologistas, los emigrantes, los intelectuales comprometidos, vinculados a movimientos sociales : su conciencia de ser actor colectivo empieza a emerger.
La convergencia de sus organizaciones está apenas empezando y a menudo faltan todavía relaciones políticas. Algunos Estados, especialmente en América Latina, han creado ya condiciones para que las alternativas nazcan. La duración y la intensidad de las luchas de estos actores sociales dependerán de la rigidez del sistema vigente y de la intransigencia de sus protagonistas.
Deberían encontrar, en el marco de las Naciones Unidas, un espacio para poder expresarse y presentar sus alternativas. Eso contribuiría a la inversión del curso de la historia. Indispensable para que el género humano vuelva a encontrar un espacio de vida y pueda, de esta manera, reconstruir la esperanza.
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