La preocupación primera de toda institución es perennizar su existencia y ampliar sus dominios de intervención. En este último caso, semejante ambición tropieza generalmente con fuerzas y estructuras que no tienen ninguna intención de dejarse despojar de todo o parte de su territorio y de sus prerrogativas. Cuando esas fuerzas y estructuras no existen, ya resulta un regalo del cielo para la nueva institución. Pero cuando esta última puede, además, actuar en un marco legal blindado que le da carta blanca a su lógica expansionista, tiene buenas razones para sentirse eufórica. Es exactamente la situación ideal en la que se encuentra la Comisión Europea.
Esta pieza central del sistema de toma de decisiones de la Unión Europea (UE) –de la cual Jean-Claude Juncker acaba de ser electo presidente en remplazo de José Manuel Durão Barroso– acumula en efecto todas las condiciones favorables. No tiene que preocuparse por su supervivencia puesto que está inscrita en tratados modificables únicamente por unanimidad de los Estados miembros de la UE. Una vez nombrados, los 28 comisarios constituyen un colegio totalmente independiente que dispone de múltiples instrumentos de poder entre los cuales los más importantes son el monopolio de la iniciativa de los actos legislativos sometidos al Consejo y al Parlamento Europeo (PE); la responsabilidad exclusiva de la conducción de las negociaciones comerciales internacionales (1) y un poder de decisión autónomo en materia de competencia (2). A eso vinieron a sumarse, en 2012 y 2013, el control a priori de los presupuestos nacionales (el “semestre europeo”) y el derecho a imponer sanciones financieras a los Estados contraventores. Sin olvidar la participación (con el FMI y el Banco Central Europeo) en la troika de funesta reputación.
Cuando se constata la extensión y el crecimiento regular de las competencias de la Comisión, es fácil comprender que el más ignoto de sus miembros sea mucho más poderoso que un ministro, incluso que el primer ministro de un Estado Miembro de la UE, exceptuando lógicamente a la canciller alemana... Uno se preguntaría entonces por qué los gobiernos y los parlamentarios nacionales han organizado voluntariamente su propia servidumbre, reduciendo de carambola, como piel de zapa, la capacidad de intervención del sufragio universal.
Gran parte de la respuesta radica en la adhesión de la socialdemocracia europea a las tesis neoliberales a partir de la mitad de los años 1980. Desde entonces, sus diferencias con la derecha se han ido desdibujando gradualmente, siendo la cogestión del Parlamento Europeo y el reparto de cargos en el seno de la Comisión entre conservadores y socialdemócratas una ilustración altamente simbólica de ello. Con el celo de un converso, y para vedarse a sí misma cualquier vuelta atrás ideológica, la socialdemocracia ha contribuido a constitucionalizar las políticas liberales dejándolas bien asentadas en los tratados europeos. Consecuentemente, la Comisión funciona sin control como piloto automático de dichas políticas. Sin poner radicalmente en cuestión sus poderes, incluso su propia existencia, sería ilusorio pedir –como lo hace el gobierno francés– una reorientación del proyecto europeo.
NOTAS:
(1) Un ejemplo significativo lo tenemos en la negociación a escondidas del Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión con Estados Unidos.
(2) Por el bien de sus poderes discrecionales en materia de competencia, la Comisión puede intervenir en cualquier dominio. Se comenta que el entorno de Jacques Delors, que la presidió de 1985 a 1995, la comparaba a un viajero que, con una guía de trenes en mano, elige entre las innumerables posibilidades el destino y los horarios a su antojo, según el momento.