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¿VALE UNA IMAGEN MÁS QUE UNA PALABRA ?

Invasoras pantallas

samedi 5 juillet 2014   |   Pascual Serrano
Lecture .

El pasado mes de mayo, en la ciudad brasileña de São Paulo, durante un encuentro de activistas digitales, Lula da Silva, expresidente de Brasil, dio una conferencia de prensa. Hace unos años hubiera estado rodeado de periodistas con grabadoras y asistentes tomando notas de su charla. Ahora solo se veían teléfonos digitales haciendo fotografías y tabletas grabando en vídeo. No había ni una sola grabadora al lado del micrófono, tampoco nadie tomaba notas manuscritas del discurso. A nadie le interesaba fijar por escrito la palabra, era solo la imagen lo que interesaba. ¿Por qué ?

En su libro El crash de la información (1), el alemán Max Otte señala que “la ofensiva de la imagen es un motor esencial de la crecida de desinformación que anega todo el planeta. ‘Imágenes, imágenes, imágenes’, así suena el mantra de los medios de comunicación con éxito, esto es, con más cuota de pantalla, clics de ratón o tirada. La avidez del público por la mejor imagen alcanzó con Internet nuevos niveles. Sin imágenes ya nada funciona.” Cada nueva tecnología de la información supone un paso más hacia lo que George Steiner denomina la “retirada de la palabra” (2). Ya en 1985, Steiner afirmaba que “nuestra civilización de hoy es, en puntos decisivos, una civilización ‘después de la palabra’” (3). Obsérvese que cada nueva red social que triunfa en Internet va reduciendo o eliminando más las palabras. Pasamos de Facebook a Twitter, que limita a 140 caracteres, y la última moda es Instagram, que se basa en imágenes. En mi opinión, no hay afirmación más errónea y estúpida que la que afirma que “una imagen vale más que mil palabras”. El pensamiento complejo, cualquier argumento, el razonamiento más sencillo no puede encerrarse en una imagen, necesita la riqueza del vocabulario y la sintaxis.

Sin embargo, los medios de comunicación no solamente reducen su vocabulario a apenas ochocientas palabras de un total de treinta mil existentes (4), sino que esas pocas palabras están al servicio de la imagen. “Hay que escribir para televisión”, dicen los jefes a los periodistas de las cadenas televisivas. Es decir, tienen que elaborar su discurso en torno a las imágenes que llegan por agencia o que graba el corresponsal. Evidentemente, el razonamiento complejo, la argumentación elaborada, los matices discursivos no tienen cabida en una escritura “para televisión”. Cuando trabajaba para el canal latinoamericano Telesur, yo mismo comprobé lo deprimente que es leer el libreto del texto que se incorpora a un informativo. Viendo el noticiario no lo parece, seducidos como estamos por la imagen, pero si lees en un papel, como yo hacía, el puro texto de las noticias sin el sazonamiento de la imagen, compruebas la pobreza del mensaje.

Los que seguimos defendiendo la palabra escrita comprobamos que, en muchas ocasiones, es un formato inútil para los cánones mediáticos y culturales que se van implantando. He llegado a la conclusión de que, cuando me llaman para hacerme una entrevista en vídeo para algún documental o televisión, el objetivo no es otro que recoger, en vídeo, las mismas palabras que ya escribí y están accesibles en papel, pero ese es un formato que no sirve para los que no quieren tomarse la molestia de leer. Es decir, alguien se recorre cientos de kilómetros con una cámara de vídeo y me pide parte de mi tiempo para ponerle imagen a una información –mi discurso– que ya existía y estaba disponible, pero que no servía porque estaba escrita, no tenía imagen, como si mi busto parlante aportase algún valor que no sea sortear la pereza de una audiencia que se niega a leer.

Hace unas semanas, con motivo de la marcha del director de un centro académico de comunicación latinoamericano, me escribieron para pedirme una cita por Skype para grabarme unos minutos hablando sobre el director. No me pedían unas palabras de despedida, sino unas imágenes de despedida.

Del paso de la palabra a la imagen, hemos llegado ahora a la pantalla. Tradicionalmente se utilizaba el término “pequeña pantalla” para referirse a la televisión, pero hoy ya no se puede hablar de pantalla en singular, y menos de considerar la televisión como una pantalla pequeña. Estamos rodeados de pantallas, vivimos en el mundo-pantalla. Hace algunos años me parecía una reacción histérica la de mi amigo el escritor Santiago Alba cuando se desesperaba contando el número de pantallas que sus hijos tenían funcionando en el comedor (televisión, ordenador, MP4, teléfono móvil...). Han pasado apenas seis años desde entonces y ese número de pantallas se ha multiplicado al menos por cuatro en cada casa y, lo que es peor, nos desplazamos con ellas ; mejor dicho, nuestra vida gira en torno a ellas.

El profesor de Teoría e Historia de la Publicidad en la Facultad de Ciencias de la Información de Madrid, Raúl Eguizábal, señala que “ya no estamos en una civilización de la imagen, estamos en una civilización de la pantalla (…). Hay un auténtico fetichismo de la pantalla, la cual, al contrario que en las salas de cine de la década de 1960, amenazadas por el imperio de la televisión, debe ser cada vez más pequeña, más personal. Una pantalla más para tocar, para acariciar, que para mirar. Algo muy cercano, nada que ver con la lejanía, física y metafísica, del cine. Todo adquiere, en verdad, un gran sentido de irrealidad en el entorno de la pantalla. Los ciudadanos cargan ahora con su máquina (o con varias : su móvil, su agenda electrónica, su MP3, su iPad, su portátil), que prolonga no ya sus sentidos, sino su sistema nervioso, y los convierte en una versión todavía primitiva del cíborg que los aísla de su entorno más inmediato, eludiendo cualquier vínculo interpersonal a cambio de vínculos mediados tecnológicamente y de conexiones virtuales” (5). Un estudio afirma que miramos unas 150 veces al día la pantalla de nuestro smartphone (6).

En mi opinión, la consecuencia de todo esto es que el soporte está pasando a ser más importante que el contenido, por la sensación de propiedad individual. A diferencia de la pantalla del cine o de la televisión, ahora la pantalla del teléfono móvil o de la tablet es mía y solo mía. Se dijo que el culto al automóvil en Estados Unidos procedía de la sensación de libertad individual de movimiento y propiedad exclusiva que tenían los colonos sobre su caballo. El móvil, el iPad o el iPhone bien podrían ser el revólver, de uso exclusivamente individual, que se lleva siempre consigo, se acaricia, te identifica. El revólver prolongaba el poder violento dominante de aquella época ; la pantalla prolonga tu poder de comunicación, dominante en la nuestra. Gracias a la pantalla, individual, exclusiva en su tuneado (fondo de pantalla, funda personalizada, etc.) y privada, tenemos el poder de comunicarnos instantáneamente con cualquier “amigo” en cualquier lugar del planeta, decirle al mundo mediante un tuit lo que estamos haciendo, opinar en nuestro blog o muro de Facebook con la solemnidad de un editorial de The Washington Post. Eso sí, todo muy breve, superficial, jibarizado. Porque es mucho contra lo que debemos competir en el ciberespacio.

NOTAS :

(1) Ariel, Barcelona, 2010.

(2) George Steiner, En el castillo de Barba Azul. Aproximación a un nuevo concepto de cultura, Gedisa, Barcelona, 1991.

(3) George Steiner, “Presencias reales”, texto incluido en Pasión intacta, Ediciones Siruela, Madrid, 1997.

(4) Ignacio Ramonet, epílogo del libro de Pascual Serrano, Perlas 2. Patrañas, disparates y trapacerías en los medios de comunicación, El Viejo Topo, Barcelona, 2007.

(5) Raúl Eguizábal, El estado del malestar. Capitalismo tecnológico y poder sentimental, Península, Barcelona, 2011.

(6) Europa Press, 26 de julio de 2013.





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