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Frente al fracaso de las otras políticas

¿Hay que legalizar las drogas?

Jueves 15 de abril de 2010   |   Pierre Charasse
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Del 8 al 10 marzo se celebró en Viena (Austria) la reunión anual de la Comisión de Naciones Unidas sobre Estupefacientes. Los Gobiernos de todo el mundo declararon allí, una vez más, su apoyo a la lucha global contra las drogas. Sin embargo, el balance de esa lucha no es brillante: el número de consumidores sigue creciendo, y las violaciones de los derechos humanos cometidas por las fuerzas de seguridad o por los narcotraficantes ocasionan, en algunos países, miles de detenciones y de muertos. En México, por ejemplo, el despliegue del Ejército en varios Estados ha provocado, en tres años, más de 19.000 muertos… La prohibición de los estupefacientes, legitimada por Naciones Unidas, continúa siendo el motor de estas políticas represivas, más moralistas que racionales. Un número cada vez mayor de especialistas piensan que las leyes antidrogas son más peligrosas que los estupefacientes en sí mismos. ¿Qué hacer entonces? ¿Cambiar radicalmente de método? ¿Pensar en una legalización de las drogas?

Los informes anuales de Naciones Unidas sobre el consumo de drogas son muy precisos (1). No muestran ninguna tendencia a la baja en el tráfico de estupefacientes (cannabis, cocaína, heroína, drogas sintéticas). La producción y el consumo permanecen globalmente estables o al alza. Desde hace algunos años, los países industrializados se han convertido en productores de las drogas sintéticas (éxtasis, anfetaminas) que encontramos en todo el mundo. El narcotráfico está sometido a las leyes del mercado, pero la prohibición aporta un “valor añadido” importante. Y la transgresión de lo prohibido constituye un poderoso estimulante para el consumo. El estado de la situación es devastador. Y es lógico que numerosas personalidades de todas tendencias exijan poner fin a estas políticas prohibitivas que no han cumplido su objetivo. Al contrario, hacen que crezca la violencia, la corrupción y la entrada de dinero sucio en la economía mundial.

Numerosos expertos –médicos, economistas, magistrados, policías– hacen el mismo diagnóstico (2). En Latinoamérica, antiguos presidentes –Ernesto Zedillo (México), Fernando Henrique Cardoso (Brasil), Alejandro Toledo (Perú), Carlos Gaviria (Colombia)– hicieron un llamamiento para que se cambiara totalmente de enfoque y se legalizaran las drogas. Plantearon una cuestión: ¿cómo salir de la trampa en la que la prohibición ha encerrado a la comunidad internacional?

En el siglo XIX, el comercio del opio, impulsado por el Reino Unido y Francia, era muy lucrativo. Por eso, estos dos Estados lanzaron, entre 1839 y 1860, las “guerras del opio” contra China. Todo cambió a principios del siglo XX bajo la presión de los movimientos prohibicionistas en Estados Unidos. Éstos persuadieron, en 1906, al presidente Theodore Roosevelt para que lanzara una cruzada contra las drogas e impusiera un nuevo orden moral. El objetivo expuesto era “proteger a las razas incivilizadas” de los peligros de las drogas (incluido el alcohol). Estados Unidos convocó en Shangai, en 1909, la primera conferencia internacional. La cual sentó las bases de las estrategias mundiales prohibicionistas, sin tener en cuenta la extrema complejidad de un fenómeno tan viejo como la humanidad, ligado a prácticas religiosas, espirituales o curativas. En cuanto a la prohibición del alcohol en Estados Unidos, duró catorce años (desde 1919 hasta 1933) y se saldó con un estrepitoso fracaso. 

Durante todo el siglo XX, se sucedieron las conferencias internacionales, originando normas cada vez más duras. La ONU se dotó de mecanismos para supervisar su aplicación: la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD), la Comisión sobre Estupefacientes, dentro del marco del ECOSOC (Consejo Económico y Social de Naciones Unidas), y la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE). Washington consiguió imponer, gracias a argumentos moralistas, una prohibición general y universal, a la que añadió, una veintena de años después, razones de seguridad.

Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, los países occidentales metieron en el mismo saco tráfico y droga, así como crimen organizado y terrorismo, por lo que sumaron aún más confusión a un problema ya complejo. Todos los Estados tuvieron que ratificar las convenciones internacionales y trasladarlas a su legislación interna. Así, se aplica un régimen uniforme en todos los países, que permite la cooperación internacional y la ayuda judicial mutua contra los traficantes. 

Pero, detrás de este consenso, se esconden profundos desacuerdos y una confrontación entre el Norte y el Sur. Los países del Sur, acusados de ser los proveedores mundiales de las sustancias prohibidas, reaccionaron y consiguieron imponer una visión un poco más equilibrada entre países productores y naciones consumidoras, apelando a una “responsabilidad compartida”. Esto no fue suficiente para que el arsenal jurídico internacional se volviera más eficaz. El informe de la Comisión sobre Estupefacientes de diciembre de 2009 confirma la imposibilidad de controlar la circulación y el uso de estupefacientes mediante medidas represivas.

Tras la Convención de 1988, se creyó que se podía atacar el problema a través de las finanzas: castigando el bolsillo de los traficantes. Veinte años después, se puede afirmar que los mecanismos antiblanqueo inventados por los ministros de Finanzas del G-7 e internacionalizados por el Grupo de Acción Financiera (GAFI) han fracasado, y no impiden la inyección masiva de capitales de origen ilícito en la economía legal, mediante los paraísos fiscales. Una razón simple de este fracaso: en el contexto de la globalización económica, las medidas antiblanqueo decididas por los países occidentales se conciben deliberadamente para no frenar la libre circulación de capitales. Y es prácticamente imposible diferenciar entre capitales lícitos e ilícitos, salvo estableciendo controles de capitales que los imperativos de la desregulación prohíben… Por lo que se anteponen las finanzas a la seguridad pública. Muchos policías y jueces han arrojado la toalla.

Siempre se incautarán algunas cantidades de droga y se meterá a morralla en la cárcel, pero globalmente estos “éxitos” son insignificantes con respecto a la envergadura de un fenómeno que ha sabido aprovechar de maravilla las posibilidades ofrecidas por la globalización. En 2009 y en 2010, la revista estadounidense Forbes colocó a un jefe de un cártel mexicano (Joaquín “El Chapo” Guzmán, oficialmente prófugo desde 2001) en la lista de las mayores fortunas del mundo. En muchos países, el dinero de la droga se ha convertido en un componente fundamental del PIB (Producto Interior Bruto) (3). Ante tal balance, la legalización del consumo de las drogas parece que es el único camino realista.

¿Pero cómo se puede desmantelar el aparato represivo internacional? ¿Y qué se puede poner en su lugar? La empresa parece titánica. El lugar natural de discusión para abrir este debate es la Comisión sobre Estupefacientes de la ONU. Celebró su sesión anual en Viena del 8 al 12 de marzo pasado. Los países y las organizaciones no gubernamentales que desean reformar el régimen prohibicionista actual intervinieron y rompieron el tabú. Pero los países occidentales, bajo la presión de Estados Unidos, hicieron oídos sordos a estas llamadas y se aferraron a políticas que saben que han fracasado. 

Aún queda mucho camino por recorrer. Los Estados deben organizarse para construir una coalición (“like minded” en la jerga de la ONU) con el fin de proponer un enfoque distinto, ni dogmático ni moralista, basado en datos científicos. Se podría constituir una mayoría de Estados que exigieran una moratoria de las Convenciones en vigor, así como impulsar una conferencia de revisión que favoreciese las políticas de salud pública para los toxicómanos.

Un punto esencial de la discusión sería la revisión de las absurdas listas de sustancias prohibidas. Éstas incluyen plantas naturales (cannabis, coca, adormidera, etcétera) que no son más peligrosas, en su estado natural, que la vid o el tabaco. Millones de campesinos en Latinoamérica, en Asia o en África, punto de mira de la actual represión, dejarían de ser considerados delincuentes. Podrían lanzarse programas de cultivos sustitutivos, respaldados por los Estados, con el apoyo de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). La Organización Mundial del Comercio (OMC) debería aceptar que, en determinados contextos, las subvenciones agrícolas son indispensables para permitir que las familias rurales vuelvan a cultivos tradicionales no competitivos.

El caso de Afganistán es revelador. A pesar de la presencia de las fuerzas de la OTAN, este país se ha vuelto a situar como primer productor mundial de opio con una producción estabilizada de 7 000 toneladas anuales (mientras que los talibanes habían erradicado completamente la adormidera –amapola del opio– en el año 2000). A falta de un precio garantizado, los cultivos sustitutivos han fracasado. Esto incita a que los campesinos produzcan de nuevo adormidera, opio y heroína para un mercado internacional lucrativo sostenido por una demanda estable.

Al principio, la legalización podría provocar una recuperación de la curiosidad por lo que ha estado prohibido durante mucho tiempo. Pero después el consumo debería caer y estabilizarse. Para nada debe subestimarse la peligrosidad de ciertas sustancias, pero el único medio de contrarrestar los efectos de éstas es tratarlas, preventivamente, en el plano médico. Los toxicómanos, al igual que los alcohólicos (aunque mucho menos numerosos que ellos), son enfermos y no delincuentes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) tendría que cumplir un papel esencial como consejera de los países en la elaboración de las nuevas políticas financiadas por los ahorros realizados sobre los presupuestos de los aparatos represivos. Habida cuenta del peso de la narcoeconomía en algunas regiones y de su probable hundimiento, deberían estudiarse medidas de acompañamiento que atenuaran los efectos económicos y sociales de la legalización. Sectores como el inmobiliario, el turístico y el del lujo dependen de los flujos de dinero blanqueado. Están en juego miles de puestos de trabajo en la economía legal y en la agricultura. Cada país deberá establecer un régimen adaptado para hacer frente a estas consecuencias.

El primer paso será el más difícil. Una vez se haya roto el tabú, prevalecerá la sensatez. Si el consenso es suficientemente amplio para llevar el debate a la ONU, en menos de cinco años la mecánica intergubernamental adoptará un nuevo régimen internacional de las drogas. El principal obstáculo vendrá de Washington. Sin embargo, varios Estados norteamericanos –entre ellos California– ya han decidido despenalizar el consumo de cannabis. Lo que pone al México fronterizo en una situación incómoda: ¿es justo alinear todos los días a decenas de cadáveres (entre veinte y cincuenta, más que en Irak o en Afganistán) en nombre de un combate que ha dejado de llevarse a cabo en Estados Unidos?

Si una señal viniera de Washington, la Unión Europea que tiene una política errática e incoherente, y otros muchos países del mundo seguirían el sensato movimiento hacia la legalización.

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Notas :

(1) Leer el reciente Informe Mundial de Naciones Unidas sobre las drogas, 23 de febrero de 2010, ONU, Nueva York.

(2) Leer, por ejemplo, Moisés Naím, “Del ‘prohibido fumar’ al ‘prohibido pensar”, El País, Madrid, 22 de febrero de 2009.

(3) El comercio mundial de estupefacientes está estimado en más de 321.000 millones de dólares por año. En Estados Unidos, el tráfico de drogas representa un cifra de ‘negocios’ anual de aproximadamente 63.000 millones de dólares. En Colombia, de más de 25.000 millones. En México, de cerca de 20.000 millones. En Marruecos, el tráfico de hachís genera, cada año, 3.500 millones de euros y constituye la primera fuente de divisas del país. Fuente: Informe de la ONU sobre el Comercio de drogas ilícitas en el mundo, Nueva York, 2005.





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