Hasta la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, la Unión Europea (UE) se construyó de un modo ampliamente autónomo, en débil interacción con el contexto internacional extraeuropeo. Un poco como si estuviera sola en el mundo.
Ciertamente, el establecimiento de la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1958, como prolongamiento de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA) en 1952, era funcional a la lógica geopolítica de la Guerra Fría entre la URSS y el “campo occidental”. Y todo ello paralelamente a la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1949 bajo la batuta de Estados Unidos. No obstante e incluso si, desde la Casa Blanca, la inscripción de la construcción europea en una relación de fuerzas político-militar global era su primera razón de ser, no era así como la percibían las opiniones públicas del continente. Para estas, la CEE –devenida en UE– era una herramienta de integración económica cuya dinámica propia tenía el objetivo prioritario de superar el antagonismo franco-alemán.
Así, los papeles se repartieron de la siguiente manera: a la UE, la construcción de un mercado común (además, con esta denominación se designaba a la CEE en los años 1960); a la OTAN, y por lo tanto a Estados Unidos, la tutela estratégica de Europa a cambio de la protección ofrecida –en principio– por el paraguas nuclear estadounidense. Salvo en el caso de Francia –y eso únicamente durante la presidencia del general De Gaulle (1958-1969) quien, en 1966, se retiró del comando integrado de la OTAN–, el atlantismo, es decir, el alineamiento sistemático con Washington, fue el denominador común de las políticas exteriores de los países miembros de la UE.
Y de repente Donald Trump irrumpió en la escena mundial, un poco como un elefante en una tienda de porcelanas. Para atenernos solamente a los temas europeos, vilipendió de entrada a la UE, fustigó la política comercial de Alemania, elogió el proteccionismo, aplaudió el brexit, decretó que la OTAN estaba obsoleta, etc. Se podrá objetar que, sobre todos esos temas, realizó posteriormente declaraciones totalmente en el sentido contrario. Hasta tal punto que nadie, ni siquiera sus ministros, sabe qué línea seguirán en los próximos meses las principales agendas.
Estas embestidas sacudieron a la UE más que cualquier otro acontecimiento exterior de las últimas décadas, incluso la caída del Muro de Berlín. Al manifestar un sentimiento ampliamente compartido por sus socios, Angela Merkel, habitualmente muy apegada al sacrosanto vínculo transatlántico, declaró que los europeos deberían contar a partir de ahora con sus propias fuerzas en la política mundial o, para decir las cosas más claramente, emancipándose de los antojos de Estados Unidos. Es una situación inédita y desestabilizadora para los Gobiernos europeos, adeptos al servilismo voluntario. La cuestión es saber qué es lo que van a hacer con esa libertad que no habían exigido…
Por ahora no ha surgido ninguna respuesta unánime. ¿Habría que seguir apostando por una UE de 27 después del brexit, si se confirma? ¿O bien por una consolidación de una única zona euro? ¿O por un directorio franco-alemán de facto? ¿Y para implementar qué política exterior común, particularmente con Rusia? En cuanto a las políticas interiores comunes, no hay que olvidar que aquellas actualmente aplicadas en materia económica, a saber las de la austeridad, del libre comercio y de la regresión social como horizonte insuperable, son cada vez más rechazadas por los pueblos. Esto plantea muchos interrogantes en un momento en que la historia parece acelerarse…