En la biografía no autorizada (como debe ser) El frío de una vida, Anna Caballé revela lo que Francisco Umbral nunca quiso (o pudo) contar : una infancia terrible en la España negra, sin padres ni amor, una tuberculosis en su juventud y la muerte de su hijo Francisco, de seis años, víctima de una leucemia.
Esto es cierto sólo en parte : la vida de Umbral, sus obsesiones y sus manías se adivinan a través del centenar de libros y a través de miles de textos autobiográficos, fruto de su memoria personal y colectiva convertidas en materia literaria, lo que le llevó a obtener los premios Cervantes en el 2000 y el Príncipe de Asturias en 1996, el Mariano de Cavia, el González Ruano, el Mesonero Romanos o el Nadal, pasando por el de la Crítica o el Nacional de Las Letras.
Cuando, en 1972, publica Memorias de un niño de derechas, ya se orientaba hacia las novelas autobiográficas, pero este rumbo se tuerce por un dramático acontecimiento que presidiría toda su vida, aunque seguiría de forma solapada, y su vida de escritor sigue reflejándose en su obra : “En Las ánimas del purgatorio quise contar aquella tuberculosis que tuve a los veinte años tan importante para mí porque me ocurrió a una edad en la que todo cambia”.
Empezó a brillar en toda España cuando, a mediados de los años 1970, entró en la recién creada agencia Colpisa, dirigida entonces por Manu Leguineche. Desde Colpisa y con el Café Gijón y sus tertulias como segundo refugio se hizo el nombre que le permitió saltar a El País, Diario 16, ABC o El Mundo. De humor ácido y vitriólico, Umbral era un provocador nato cuya desigual obra quedó eclipsada por el personaje que creó y mantuvo hasta sus últimos días. Su amigo Fernando Fernán Gómez le echó en cara que lo superficial de muchos de sus comentarios ocultara su pensamiento, que su estilo deslumbrante se superpusiera a lo auténtico. Para un impenitente grafómano como él, su mayor logro literario fue la transgresión de los géneros. Su pródiga obra se nutrió así de la autobiografía, del ensayo, de la crítica, de la columna periodística, de la crónica, el diario íntimo : todo era él. En 1959 se casa con María España Suárez, fotógrafa de El País con la que tuvo ese hijo fallecido a los seis años. De este drama nació su libro más lírico, dolido y personal Mortal y rosa (1975). Eso inculcó en él un característico talante altivo y desesperado, absolutamente entregado a la escritura.
Comencemos por lo más trágico, la desaparición temprana de su hijo, al que lloró en sus mejores páginas : “La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. Un niño es una lámpara de vida. Un niño es un aceite inextinguible. Cómo arde y chisporrotea y muere la candela de su vida, el aceite de su risa, en el fuego de la fiebre. Lamparilla, el niño. Niños de luz en el redondel de la lámpara. Luz de niño, carne de lámpara”.
Si empiezo por este tema, es porque estuve muy implicado en él. En uno de mis días parisinos, José Miguel Ullán, excelente poeta que trabajaba de periodista en mi servicio de Radio France Internationale, me contó que su amigo Umbral se disponía a indagar en Francia si su hijo estaba bien atendido en Madrid en su lucha contra la leucemia. ¿Conocería yo a alguien en París que pudiera aconsejarle ? Yo no, pero seguro que mi esposa Felisa, sí. Investigadora en el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas), Felisa era amiga de Antonio Valencia, investigador en el Instituto Gustav Roussy, institución privada sin fines de lucro situada en la localidad de Villejuif, al sur de París, republicano español inveterado (cuando me veía levantaba el puño y exclamaba : “¡No pasarán !”).
El hospital de Villejuif es el primer centro europeo para la lucha contra el cáncer, además de incluir (uno de los pocos del mundo) un departamento de Oncología infantil. Valencia le pidió a Felisa que Umbral le enviara el historial médico de su hijo y él se lo pasaría al director del hospital. Umbral prefirió traerlo en mano y llevárselo él mismo a Valencia. Así pues, le conocí : apenado, triste y depresivo, al tiempo que atento y cordial. Al ver el historial y descubrir el nombre del firmante, el director del Centro dijo que ese doctor había sido alumno suyo y que el tratamiento que le aplicaban no podía ser mejorado en sus servicios. De modo que resultaría inútil someter a su hijo a un viaje tan largo. Yo me quedé muy defraudado por no haber podido ayudar mejor al chaval. Y el padre no digamos : abatido y siempre melancólico : “El niño en la prisión blanca de la clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido ; el niño entre los niños que sufren. Han entrado en la vida por el túnel amarillo de la enfermedad. El niño, mi niño está ahí, sufriente, enfrentado a un miedo, a una magnitud superior, y lo llevan en alas blancas y sucias, lo traen en camas duras y sonoras”. Sea lo que fuera, el engreído, orgulloso y distante Umbral terminó por aceptar el destino : “Quisiera eso para siempre, seguir cruzando puertas, corredores, sonrisas amarillas de enfermos incurables, y que durase nuestro viaje, hijo, y tenerte siquiera así”.
Ullán nos había prevenido : la niñez y la juventud habían creado en Umbral una doble personalidad. Veamos : su madre residía en Valladolid, pero hubo de mudarse a Madrid para darle a luz con el fin de evitar las habladurías, ya que estaba soltera. La figura de la madre, mejor dicho su ausencia, está presente en Las ánimas del purgatorio. En su habitación, un enfermo adolescente revive sueños y realidades, cuadros y personas, recuerdos y escenas presentes. “Las mujeres –reconoce Umbral– son las vivas y las muertas, metáforas de la madre, que es la gran ausencia, el vacío, el hueco de la madre, a su vez ausente enferma en un sanatorio”. El desapego y distanciamiento de su madre respecto a él habría de marcar su sensibilidad. Pasó sus primeros cinco años aislado en la localidad de Laguna de Duero, por lo que fue escolarizado muy tardíamente, cuando ya contaba con diez años. Después, madre e hijo se mudaron a Valladolid, con el trasfondo de la Guerra Civil, marcado este último por la soledad, las lecturas y la ausencia del padre. Apenas pisó la escuela entre los 10 y los 11 años. No terminó la educación general porque ello exigía presentar su partida de nacimiento y desvelar su origen. El niño era, sin embargo, un lector compulsivo de todo tipo de literatura. Devoraba cuanta letra impresa cayera en sus manos.
En otra novela, El hijo de Greta Garbo, sublimaría la figura materna muerta. Tenemos ahí un retrato de mujer que se va configurando a lo largo de la historia desde los matices femeninos más interiorizados de tiempo, de gesto, de amor y de tristeza, hasta lograr el personaje literario perfecto y el libro exacto, preciso, musical y completo.
Umbral había empezado a trabajar de botones a los catorce años cuando llegó Miguel Delibes a la dirección del diario El Norte de Castilla y se rodeó de los entonces jóvenes periodistas Manuel Leguineche y Jiménez Lozano, entre otros. Sobre todo le impresionaba aquel muchacho que vegetaba de chupatintas y que, como Cervantes, leía cualquier papel que le cayera en mano. Más aún, “Umbral escribía como nosotros meábamos, es decir, con absoluta fluidez, de un tirón y sin descomponer la figura”, observó Delibes. Y lo fichó. Le pedía “reportajes, nada de ensayos”, haciendo hincapié en su deseo de renovar y de dar nuevos aires al periódico. Más tarde, cuando Umbral se trasladó a Madrid, Delibes y él concretaron otra colaboración para el suplemento de “Artes y Letras”. Empezó a brillar por toda España cuando, a mediados de la la década de 1970, entró en la recién creada agencia Colpisa, dirigida por su amigo Manu Leguineche. Tanto éxito suscitó no pocas polémicas y enemistades.
Por ejemplo, la concesión del Premio Cervantes del año 2000, considerado el galardón más importante de las Letras en lengua castellana, premió a Francisco Umbral por el conjunto de su obra. Esto provocó la indignación entre decenas de colectivos de feministas. Argüían que, entre otras cosas, en su columna Los placeres y los días, publicada en El Mundo el 31 de enero de ese mismo año, Umbral justificaba a los torturadores y a los asesinos de mujeres e, incluso, mostraba complicidad con ellos : “a uno le parece que tanta zurrapa no puede ser más que amor”, concluía en su artículo. Un centenar de mujeres ocuparon la sede de la Real Academia de la Lengua Española en Madrid, como acto simbólico de protesta hacia “un hombre que, en numerosos de sus escritos, ha incitado a la violencia contra la mujer”.
Durante la ocupación del local desplegaron una pancarta en la sala central de la sede y leyeron un comunicado firmado por numerosas organizaciones feministas de España y de América Latina en el que se recogían algunas de sus frases más recriminadas, como “El odio violento es la manera más pacífica que tiene de expresar su amor un marido, un amante, un enamorado”, o “A uno, la violación le parece el estado natural/sexual del hombre (...) El violador del Ensanche (...) llevaba navaja para persuadir a sus víctimas, si es que puede llamarse así a la beneficiaria de un polvo inesperado, azaroso, forajido y juvenil (...) La hembra violada parece que tiene otro sabor, como la liebre de monte. Nosotros ya sólo gozamos mujeres de piscifactoría”.
“El galardón a la obra de Francisco Umbral –resumían las mujeres– representa el premio a una cultura y a un sistema que nos discrimina, que nos considera inferiores a los hombres, que nos humilla, que nos insulta y que agrede ; peor aún, se enorgullece de hacerlo”.
La celebridad de Umbral seguía en auge. El 1 de abril de 1973 le pedí que presentara mi libro El lago de Como en el salón Mayte de Madrid. Él glosaría sobre la parte literaria ; Luis de Pablo, sobre la musical, y yo interpretaría al piano la pieza del mismo nombre, del compositor Gallas. Su texto era magnífico, pero muy exagerado, como se suele hacer en los epitafios y en semejantes ocasiones. Después de leerlo me lo regaló para utilizarlo donde y cuando yo quisiera. Lo perdí, sin duda mi inconsciente me decía que nunca me atrevería a explotarlo.Seguimos siendo muy amigos. Me pidió que le presentara a Alejo Carpentier, el escritor cubano con quien yo tenía una gran confianza. Precisamente aquel verano, Alejo y su esposa vendrían a pasar unas semanas con nosotros a Cuenca. Le dije a Umbral que, cuando llegara a Barajas, yo iría a buscarlo y nos daríamos cita en Madrid. Así fue. Nos reunimos en el Hotel Palace, en Neptuno. De aquel día sólo recuerdo la animada discusión que montaron en torno a la lengua. Según Umbral, para muchos intelectuales españoles, el castellano de la otra ribera no era más que un penoso amasijo de “americanismos”, sinónimo de “barbarismos”. Se quejaba, además, de que las traducciones argentinas estuvieran llenas de “argentinismos”. ¿Cómo podría haber sido de otra manera ?, replicaba Carpentier : “Es curioso, porque deberían de saber ustedes que muchos de esos americanismos que encuentran exóticos y pintorescos se hallan en Cervantes y en Lope de Vega, principalmente”. Mencionó el aporte de los indios en las inflexiones, en los acentos, en la sintaxis del castellano de América : “De ahí nos viene un español muchísimo más rico, más flexible que el de España –un español alimentado por la picaresca que ya había reventado los marcos de la retórica en su lugar de origen, y que en América iba a florecer soberanamente”. Lo que más tendría que importarnos –a lectores, a escritores y a periodistas– es el sabor de una lengua ‘rica’”.
Antes de entrar en Cuenca, donde había estado cuarenta años antes en compañía de Wifredo Lam, Carpentier quiso ir a Minglanilla, donde una campesina les había dicho en 1937 a él, a Rafael Alberti, a Nicolás Guillén, a Octavio Paz, a Pablo Neruda y a los intelectuales que iban de Valencia a Madrid para asistir al Congreso de Escritores Antifascistas : “¡Defiéndannos ustedes, que saben leer y escribir !”. Se le humedecían los ojos cuando nos lo contaba.
La salud de Umbral se había resentido en 2003. En agosto de ese año lo hospitalizaron por una neumonía derivada de una operación intestinal. El mes anterior, le había sido extirpada una parte del colon. Falleció en 2007 en el Hospital Montepríncipe de Boadilla del Monte (Madrid) debido a un fallo cardiorrespiratorio pasada la una de la madrugada. Tenía 75 años. Por suerte, no se cumplió su vaticinio : “Lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos”, porque “cada cual se queda en su muerte para siempre”. Sus cenizas descansan con las de su hijo en el Cementerio civil de Madrid.