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ENCUENTROS CON GENIOS DE LAS LETRAS

El erotismo neobarroco de Severo Sarduy

dimanche 2 août 2015   |   Ramón Chao
Lecture .

Periodista y escritor, Ramón Chao es autor de varias novelas inolvidables. Fue también, en París donde reside, director de Radio France Internationale y corresponsal del mítico semanario Triunfo. A lo largo de esas experiencias conoció a numerosos creadores. En una serie de textos, Ramón Chao va recordando cada mes, para nuestros lectores, algunos de sus encuentros con personalidades excepcionales como el escritor cubano Severo Sarduy (1937-1993), de quien nos habla esta vez.

Nació en Camagüey, Cuba, el 25 de febrero de 1937, de padre ferroviario llegado de China. Cuando el niño tenía cuatro meses, la familia se mudó a Colonia María, en el centro de la isla. Allí vivieron hasta que, en 1941, regresaron a sus lares. El chico ya estudiaba en el Instituto de Camagüey y luego estudió Medicina en La Habana. Eran los últimos estertores del dictador Batista y como los estudiantes universitarios estaban a menudo en huelga, se cerró la Universidad.

Cuando triunfaron los barbudos, Sarduy empezó a colaborar con el periódico Revolución y en la sección de Arte y Literatura del Diario Libre. En 1959 se le concedió una beca para especializarse como crítico de arte en Madrid. Todavía no había pasado ni un mes cuando un incidente político entre Cuba y España le impidió seguir sus estudios, por lo que decidió viajar a París, donde conoció a al filósofo François Wahl, director de la editorial Seuil, quien sería su compañero para casi siempre. En 1990 empezó a trabajar en Gallimard, donde fundó la colección La Nouvelle Croix du Sud.

Pese a su singularidad, la obra de Sarduy se incluye en la herencia que dejó José Lezama Lima. A cualquiera de ellos se le podría atribuir este párrafo : “Ese indio pintarrajeado, vestido hasta el delirio de los colores, con un cuchillo de obsidiana gritando en lo alto del teocalli la muerte que origina la vida, el movimiento, el eterno ciclo : ciclo de las estaciones, girar de los astros, forma de las frutas, bucle que es la boca y que va lazo en lazo a vuelta, a cruce, a camino, a circo, aro, león, fuego : viaje de la A a la O : barroco : escritura situada en un cruce de caminos lo que es un cruce de sentidos : catedral que se retuerce de lujuria entre sus curvas y sus oros : Cortés a las puertas de Tenochtitlán : América descubriendo a España”.

En ese sentido se puede situar a Severo en la cumbre del neobarroquismo cubano, principal aporte de la isla a la profunda puesta al día y a la proyección internacional de la literatura de habla hispana en las décadas de los años 1960 y 1970, cuyo máximo exponente fue el denominado boom.

Sarduy se caracterizaba por una narrativa experimental y de una gran complejidad lingüística, por un lenguaje literario rumboso y metafórico con predilección por los argumentos fragmentarios y por los personajes sin apenas caracterización psicológica, mostrados como un objeto más. Esto le vinculó al círculo de pensadores y de escritores prestigiosos. Su origen cubano, junto con sus viajes a la India, confirieron erotismo tórrido y oriental a sus escritos. Vinculado a las tendencias experimentales de las últimas narrativas, Sarduy recibió la influencia de autores como Alain Robbe-Grillet y Philippe Sollers, entre otros, del “nouveau roman”. Con ellos colaboró en la revista Tel Quel y trabajó de lector en la editorial Seuil.

En cierto momento, el Gobierno cubano pidió a sus becarios que regresaran y, por decidir quedarse en París, Severo Sarduy fue declarado “contrarrevolucionario” sin que en ningún momento lo percibiésemos. Yo era muy amigo de Alejo Carpentier e intervine para que pudiese regresar a Cuba. Alejo quiso verlo, seguro de poder arreglarle los asuntos. Pero Severo nunca deseó llevar más lejos los trámites. Ya había empezado a trabajar con nosotros en Radio France Internationale. Se había presentado un día sin cita ni aviso, ofreciéndose para cualquier función periodística. Cayó muy bien, pues ese día nos había fallado uno de nuestros locutores. Al final de la grabación le di una ficha para que la firmase y pudiésemos pagarle : “No, Severo, no firmes por detrás : por delante” ; “¡Ay chico, es que tengo la costumbre de hacer las cosas por detrás !”.

Ya anunciaba lo que suponía esta posición en su primera novela, Gestos (1963), por medio de una protagonista de jocosa y ambigua pluralidad : lavandera de día, cantante y actriz de noche, y revolucionaria clandestina en sus ratos libres. Pero la consagración del autor llegó con la admirable De donde son los cantantes (1967), una composición polifónica sobre las tres culturas cubanas (la española, la africana y la china) que dinamitó las convenciones narrativas. Nadie que haya leído el capítulo titulado “La entrada de Cristo en La Habana” lo podrá olvidar : “Muros de botellas de Coca-Cola sostienen el plafón, que decora una Caída de Ícaro en rosa viejo y oro. Desde los ángulos, cuatro lámparas móviles recorren los muros con un movimiento sinusoidal y, a veces, se detienen sobre fuentes de zanahoria rallada, huevos en gelatina, o remolacha, en almendras que están incrustadas en nichos de mimbre, entre botellas... Tanto los manjares como los platos que los contienen están hechos de material plástico”. Desde entonces pasaron tres o cuatro años cuando el Gobierno de Cuba me invitó, por primera vez, a comprobar los logros revolucionarios. En primer lugar me llevaron a una granja donde imperaba el toro Rosafé, un semental comprado por varios millones de dólares a los canadienses para desarrollar el parque vacuno en la Isla. Fui pues a presenciar la monta de Rosafé sobre una vaca cubana que no soportó el peso de aquel enorme animal y cayó despatarrada. Al secretario sindical, que algo entendería del asunto, se le ocurrió poner cuatro robustos toros nacionales con las grupas hacia fuera y echarles a Rosafé con los ojos vendados. Obligaron al semental a dar vueltas en torno a ellos. Poco a poco se fue acalorando y terminó por montar a los machos. En ese justo momento acudía un mamporrero con un enorme preservativo, le daba los últimos toques manuales y partía corriendo para el laboratorio con el semen recolectado, con el cual se inseminaron doscientas vacas ese día. Yo me harté de fotografiar el insólito evento que mostré a Severo nada más volver a París : “¿Ves chico ? ¡¡¡Si hasta los animales más machos… !!!”.

 Cada vez que nos veíamos a solas en la Radio, Severo me mostraba las nalgas, ajustadas por un vaquero : “Tengo el culo más bonito de Francia. No te lo pierdas”. Aprovechaba cualquier circunstancia para seducirme. Escribía artículos encomiásticos en el diario Libération, del que era crítico literario, sobre mi libro El Lago de Como y me invitó a la fastuosa casa de campo, sita en Compiègne, que poseía Jean Wahl –mucho mayor que él, observador estoico de los jueguecitos de su “bailarina camagüeyana”.

Cierto día de aquel tiempo, el premio Nobel Miguel Angel Asturias me invitó al estreno de su obra Torotumbo, que tendría lugar en Colmar. Salí temprano de París en tren para llegar hacia las doce a esa ciudad alsaciana. Directo al hotel y ¿quién me estaba esperando en la recepción ?¡Severo Sarduy ! Según el cubanito, Miguel Angel Asturias le había encargado recibir a sus invitados e instalarlos en sus respectivas habitaciones : “¡Y resulta que nos toca en la misma !”.

Feliz como unas castañuelas, Severo me condujo al tercer piso, habitación 318 con una sola cama y vistas a la ciudad. Resultó que estaba ya ocupada por un apuesto muchacho italiano que, desde los saludos, ya hizo buenas migas con Severo. Me retiré al excusado y oí que Severo le decía por lo bajín : “No, no ; éste no entiende”, lo que, en la jerigonza homosexual, significa “no es de los nuestros”. Estaba el italiano sentado en la cama, Severo tumbado y yo, con la mano en el picaporte dispuesto a salir : “Quédate un rato con nosotros, no te vamos a comer”. “No puedo ; quiero pasar la frontera para comprar un magnetófono UHER en Alemania”.

Después de la representación bastante aburrida de Torotumbo, Miguel Angel Asturias invitó a una cena íntima a cinco o seis personas : su esposa Blanquita y él ; Severo y su querido italiano, Pascal, secretario de Asturias, y yo. Al final, los dos tortolitos se fueron a su habitación y un servidor hubo de alquilar otra que pagué de mi bolsillo sin ningún riesgo.

Había contraído Severo la costumbre peligrosa, arriesgada y, sin duda, excitante de frecuentar los retretes de la estación parisina del Norte, situarse como a punto de orinar (el sexo en la mano, las posaderas atrás, retraídas) y aguardar a que algún individuo se le pusiera al lado. Este lugar de citas era conocido en todo París y desaconsejable por la cantidad de virus y bacterias que allí se atrapaban. A mí me invitaba siempre que me pillaba y yo le advertía de que iba a coger, por lo menos, el sida. Así fue. Pronto se dijo por todo París que Severo estaba delgado, que andaba con calenturas sin que nadie se atreviese a pronosticar la enfermedad moderna. Y él dale que te dale : “Chico, ayer me cogí a un camionero que la tenía como una locomotora. No sabes lo que te estás perdiendo”.“¡Ándate con cuidado –le contestaba yo–, que te vas a contagiar el sida !”.

Poco después hubo de encamarse. Aun así me llamaba por teléfono : “Oye chico, vamos a jugar al médico y al enfermo. Te llamo, te pido una cita urgente, vienes con bata blanca y me tomas la temperatura. Mientras tanto yo te voy desabotonando y te agarro…”. “¡Severo ! ¡Que lo que vas a agarrar va a ser el sida !”.

En aquellos días publicó la que sería su última obra, titulada Pájaros de la playa. En ella, el narrador es un enfermo “que repasa su pasado”. En ese sentido, sí : Sarduy estaba enfermo por lo menos desde años antes de que se publicara El Cristo de la rue Jacob, un libro mucho más dado al recuerdo que lo que, atraído por la fascinación, el goce barroco parecía autorizar. Lo que hacía sufrir a Sarduy, aun suponiendo que el sida ya se le hubiera declarado, iba mucho más allá de la clínica. Estaba ya “en la cincuentena” –un umbral que él mismo evocaba a menudo con bastante poco entusiasmo en las entrevistas que concedía en la época– y el paisaje cultural con el que su práctica barroca tan bien había sintonizado se tambaleaba : el estructuralismo, desangrado, se atrincheraba en el museo universitario del cadáver de la revista Tel Quel (que había adoptado a Sarduy como a una mascota latinoamericana, deslumbrante y exótica), que estaba ya definitivamente frío. El frenesí militante –que había animado las dos últimas décadas de vida intelectual francesa y que había estado consagrado a la causa de la transgresión, con la guerra al sujeto y al relato clásico– la representación, la legibilidad perdían fuerza y él bajaba la voz. Además, tal y como lo recuerda uno de sus textos más desolados, El libro tibetano de los muertos, Sarduy atravesaba un largo duelo. En 1980 había quedado huérfano de su maestro francés, Roland Barthes, cuya sombra tutelar y depresiva planea sobre todo el libro y en 1985 había perdido a su maestro latinoamericano, Emir Rodríguez Monegal, a quien homenajea en Última postal para Emir.

Desde entonces, Sarduy descubrió que no tenía lugar para sostenerse. Un día, en la abadía de Royaumont donde los había reunido un coloquio, le dijo a Witold Gombrowicz : “Estoy perdido y sólo ; escribo en español, y más bien en cubano, en un país que no se interesa en nada que no sea su propia cultura, sus tradiciones, y en el que lo que no es ya notorio, o puede ser asimilado totalmente, sin dejar residuo de la pasada identidad del autor. Es como si no existiera”.

Al tiempo que el lugar que ocupaba en París empezaba a hacer aguas, se enfrentó con otras dos evidencias perturbadoras : la primera, que el exilio –una palabra bastante ajena a su horizonte, más propenso a la euforia que a la nostalgia o a la queja– no es exactamente esa condición virtuosa sino abstracta, conceptual, tan exaltada por la tradición de la extranjería literaria del siglo XX ; la segunda, que la Cuba que abandonó a finales de 1959 y a la que nunca volvería ya no era la misma, como tampoco la lengua : Sólo le quedaban su madre y su hermana Maitreya, título que puso a su obra maestra que yo le llevé a Cuba. El erotismo –mezquino, pacífico– es aquí el rostro del barroco decadente, restos de una deslumbrante escritura poliédrica.

Francois Wahl, mentor de Sarduy, su Pigmalión, su compañero, recordaba que Sarduy, que admiraba a Lacan, nunca podía retener el nombre de la calle donde el doctor vivía y tenía su consulta, la rue de Lille. Era un olvido patológico y, un día, Sarduy descubrió por qué : cuando mencionaban la calle de Lille (que es el nombre de una ciudad francesa de provincia), él escuchaba lo intolerable : calle de l’île, calle de la isla –de Cuba.

La última vez que se presentó en público fue en la galería Davidov, en una exposición de Guinovart. Estaba flaco, demacrado, tembloroso sin que, por ello, le bajara la fogosidad. Aún me dijo a media voz : “Quisiera entrar en ti, cabeza con cabeza, pelo con pelo, boca contra boca…”.

El 6 de junio de 1993, al salir de mi domicilio en la calle Falguière número 12, justo enfrente del diario Le Monde, me topé con Francois Walh, acompañado por un esbelto muchacho. Lo saludé y le pregunté por Severo : “Dale muchos abrazos”. “Les serán dados”, me contestó. “Va mucho mejor”.

En realidad, Walh había ido al diario a llevar una esquela de la defunción de Severo, acaecida dos horas antes. Lo leí al día siguiente...





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