¿Qué ha significado el ciclo que ahora termina con las elecciones del próximo 20 de noviembre ? Es el ciclo de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, y que conviene dividir en dos etapas : la que abarca la primera legislatura (2004-2008), y la que se desarrolla en la segunda (2008-2011), especialmente desde el 10 de mayo del 2010 cuando se produce el giro en la política económica del gobierno.
La primera legislatura comienza con la retirada de las tropas de Irak, un gesto sorprendente para muchos. Acostumbrados a la distinción de los años 1980 entre las promesas efectuadas en la oposición y los designios inexorables de la realidad cuando se accede a los gobiernos, muchos pensaban que Zapatero haría como Felipe González, olvidaría las razones del corazón, bajaría la cabeza y aceptaría contribuir a “la causa del Occidente imperial”, asumiendo su cuota-parte de responsabilidad (por decirlo en el lenguaje felipista de aquella época).
No lo hizo y fue a partir de entonces cuando cayeron sobre él toda suerte de improperios, de vejaciones, de insultos y descalificaciones. Toda la prensa de derechas le recordaba una y otra vez que, ante tal desacato a la autoridad imperial, nunca sería recibido por el Presidente estadounidense George W. Bush. Y en ese punto hay que decir que acertaron. Lo que a Bush le pareció una “afrenta intolerable”, a los electores españoles de izquierda les congració con una política que respondía a sus demandas pacifistas.
Cuanto más bramaban los propagandistas de ultraderecha acusando a Zapatero de relativismo moral, de estar acomplejado ante el Islam, de propagar la entelequia de la Alianza de civilizaciones, más iba siendo admirado por una parte de la opinión pública española que se sentía orgullosa de ese gesto de audacia. Esa política, que había reconciliado a las bases progresistas con la política de la izquierda gubernamental, fue acusada de “antinorteamericana” y de “antioccidental”. Este reproche conectó con un intento de deslegitimación política de Zapatero producido desde la victoria electoral de marzo del 2004. Estábamos ante un Presidente “por accidente”, “ilegítimo”, “traidor”, que ponía en peligro nuestro lugar en la escena internacional y que estaba dispuesto a romper con los pactos de la transición.
A partir de ese momento, comenzó el ensalzamiento de los dirigentes socialistas de los años 1980 y la satanización de los miembros de la generación zapaterista. Aquellos habían sido “hombres de Estado”, “serios” y “responsables”, éstos eran una generación de “aventureros”, “insolventes” e “incapaces” que querían abrir las heridas cerradas por la transición, fomentar un anticlericalismo trasnochado y poner en cuestión el modelo de Estado.
Hoy, cuando asistimos al final del ciclo, cuando ya se han convocado elecciones para el próximo 20 de noviembre, hay que decir que muchas de estas invectivas de la derecha mediática han hecho mella en bastantes electores del PSOE que no saben a qué atenerse, que no saben si tenían razón los dirigentes socialistas de los años 1980 o si la razón les asiste a los que se atrevieron a dar una respuesta, por tibia que pareciera a los sectores de la izquierda más radical, a los problemas de la llamada memoria histórica y a la articulación federal del poder. Esos mismos dirigentes caracterizados como “insolventes” que apostaron por la aprobación de determinados derechos cívicos como la legalización del matrimonio homosexual.
La resistencia feroz de los sectores eclesiásticos a las reformas del Gobierno de Zapatero, las campañas en contra de la memoria republicana –que llega hasta el desatino del Diccionario aprobado por la Academia de la Historia y la sentencia del Tribunal Constitucional de julio del 2010 sobre el Estatuto de Cataluña– reflejan que se habían tocado puntos extraordinariamente sensibles para los sectores conservadores. Si esto es así, sería ingenuo pensar que el debate ha concluido con el final del ciclo político.
Van a ser muchos los sectores mediáticos que van a presionar para que se regrese a la “normalidad” y se alcance un pacto de Estado entre los partidos mayoritarios donde no se vuelvan a plantear estos temas. Los sectores conservadores van a presionar para intentar repetir la jugada desarrollada en contra del Estatuto de Cataluña. De la misma forma que una mayoría del Tribunal Constitucional decidió enmendar lo aprobado en el Parlamento de Cataluña, modificado en el Congreso de los diputados y ratificado en referéndum, intentarán modificar la ley del matrimonio homosexual y la modificación de la ley del aborto. El peso de los sectores confesionales más beligerantes es muy grande y no van a cejar en el empeño de modificar las leyes aprobadas por el gobierno de Zapatero, para que nada quede de aquellos años.
No van a bajar la guardia en el intento de reescribir la historia de España en una versión favorable a las tesis conservadoras y contraria a la reivindicación de la memoria republicana. Tampoco es un tema en el que quepa imaginar que, una vez desbordados los estrechos límites del proceso de transición, esta cuestión vaya a desaparecer de la escena pública.
Donde está la gran diferencia es en el tratamiento del problema de Europa. El Gobierno de Zapatero trató de reorientar la política internacional española seguida en los años de José María Aznar (1996-2004). Para ello era imprescindible fortalecer el papel de Europa en la escena internacional. Son los años de la reivindicación del eje franco-alemán, de la vieja Europa, frente a la nueva Europa dispuesta a alinearse incondicionalmente con Estados Unidos. Son los años en los que Colin Powell (Secretario de Estado norteamericano) se queda en minoría en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Volver a Europa era el deseo de muchos electores españoles que habían abominado de la guerra de Irak y habían llenado las calles en contra del “trío de las Azores” (Bush, Blair, Aznar).
La retirada de las tropas de Irak, la apuesta por un ministro como Miguel Ángel Moratinos (resistiendo las presiones a favor del nombramiento de Javier Solana como Ministro de Exteriores) se enmarcaron en un proyecto donde España quería ser la primera en suscribir la Constitución europea, y estaba dispuesta a encabezar entusiasta el “gran paso adelante”. Un paso que una parte de la opinión pública entendía imprescindible para afianzar una Europa líder frente a los Estados Unidos de Bush, y dispuesta a implicarse en los problemas del Mediterráneo, el conflicto de Oriente Medio y en la incorporación de Turquía a la Unión europea.
Programa tan ambicioso hizo que, en España, no se discutiera ni poco ni mucho acerca de las bondades y las limitaciones del proyecto de Constitución Europea. De ahí la sorpresa ante el ’no’ en el referéndum en Francia del 29 de mayo del 2005. Nada parecido a los debates entre Gunter Grass y Oscar Lafontaine o entre las tesis de Jürgen Habermas y las de algunos intelectuales franceses se produjo en España. Y no fue porque en España no apasionen los debates internacionales. La razón es más profunda y remite a la historia de España en el siglo XX.
Volviendo la mirada al pasado veremos por qué, sin embargo, esa situación no se va a poder mantener y estamos en el inicio de una nueva etapa, y ante el final de un ciclo político.
Si recordamos lo ocurrido en los años 1980 podemos ver la diferencia. El debate sobre la permanencia de España en la OTAN provocó la intervención de los intelectuales más importantes de aquel momento como José Luis Aranguren, Manuel Sacristán o Rafael Sánchez Ferlosio, y la irrupción de movimientos sociales (Comisión anti-OTAN) que conectaban con los debates protagonizados en Europa por los movimientos pacifistas, favorables a la distensión y al desarme nuclear. Todo aquel clima cuajó en España porque existía el recuerdo del apoyo inequívoco de Estados Unidos a la dictadura de Franco. No era posible vender las bondades democráticas de una Alianza militar que había apoyado una dictadura.
A diferencia de Estados Unidos, Europa aparecía como el marco imprescindible para alcanzar una democracia plena, como la meta a la que no pudimos acceder tras el final de la Segunda Guerra Mundial, por los imperativos de la Guerra Fría. Un lugar en el mundo que había conseguido superar la crisis de los años 1930 y alcanzar los años dorados del Estado del Bienestar. Mientras los europeos conjugaban prosperidad económica con pleno empleo, desarrollaban los derechos económico-sociales y fomentaban la redistribución de la riqueza, les españoles soportamos la dictadura, nuestros trabajadores emigraban, los sindicatos y los partidos de oposición estaban prohibidos y el falso consumismo tapaba la realidad de un Estado dictatorial.
Queríamos salir de ese pasado tenebroso, homologarnos –como fuera– con Europa e incorporarnos a la Unión cuanto antes. De ahí la unanimidad en torno al proyecto europeo frente a la confrontación que provocó el ingreso en la OTAN. La pregunta es : ¿hemos hecho desde entonces un debate sobre lo que implica el actual proyecto europeo ?
La respuesta es : no. Las consecuencias más relevantes del actual pacto del Euro como son la limitación radical de la soberanía de los países, y la imposición de una única política económica que vacía de contenido la práctica de la democracia, no aparecen ni por asomo en las posiciones de la derecha política que sólo trata de endosar la responsabilidad de la crisis financiera actual a las decisiones del gobierno de Zapatero. Quieren convencer a la opinión pública de que todo se debe a la maldad de ese hombre que nunca debió llegar a gobernar.
¿QUÉ EUROPA QUEREMOS ?
La izquierda mayoritaria, formada por el PSOE y los sindicatos de clase, tampoco han estado muy interesados en discutir sobre el tema en profundidad. Han seguido repitiendo el estribillo de que lo que necesitamos es “más Europa”. Es un error. Lo que necesitamos es saber qué Europa queremos (1).
De ahí el interés del movimiento del 15 M. Su importancia estriba en que, gracias a estas movilizaciones, vuelven a aparecer las auténticas preguntas. Ante una política en la que no cabe hacer otra cosa que cumplir lo que nos mandan desde fuera : ¿cómo distinguir entre derecha e izquierda ? La importancia del clamor del 15M se ha dejado sentir en todos los ámbitos de la vida política española. Entre otros en el discurso de presentación del candidato del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba. Se preguntaba éste cómo no iban a existir diferencias entre políticos como Mandela y Le Pen o entre Thatcher y Lula. Los ejemplos estaban muy bien traídos a escena pero al remitir a políticos que se mueven en lugares distintos no responde a las inquietudes de los “indignados”. Cuando éstos dicen que no se sienten representados hay que preguntarse por las diferencias entre la derecha y la izquierda en Grecia o en Portugal, por ejemplo, cuando, gobierne quien gobierne, los mercados y Bruselas imponen una única política económica, que está acabando con el modelo social europeo.
La importancia del 15M está en recordar que no es posible mantener las instituciones democráticas sin comprender que el pacto social de posguerra provenía de la necesidad de alcanzar un consenso entre fuerzas que habían sido antagónicas. Al vaciar de contenido la democracia desde los poderes económico-financieros es el propio modelo europeo, todo él, el que queda puesto en cuestión. Por ello no cabe pensar que invocar una vez más el europeísmo sigue siendo la solución a nuestros problemas. Hoy la solución se ha convertido en el problema.
Los problemas que aparecieron en la primera legislatura de Zapatero no van a desaparecer, y la crisis del modelo europeo se va a agudizar. Los problemas de la memoria histórica, de la laicidad y de la articulación territorial del poder no van a desparecer por más que un pacto entre el Partido Popular y los nacionalistas catalanes trate de echar tierra sobre la memoria histórica, de atender a las peticiones eclesiásticas y de reducir la querella territorial al pacto fiscal. Ese pacto PP/CIU ya ha comenzado y puede perpetuarse en los próximos años pero no es previsible que federalistas y republicanos, laicistas y feministas vayan a desaparecer de escena.
El nuevo debate sobre “qué Europa queremos” va a afectar de una manera sustantiva a los partidos y a los sindicatos mayoritarios. Serán muy fuertes las presiones para que un PSOE en la oposición suscriba un europeísmo acrítico, como corresponde a un partido “con vocación de gobierno”, y serán también muy fuertes las presiones para que los sindicatos mayoritarios no trasciendan los límites de los acuerdos corporativos.
Pero el malestar social va aumentando, y la emergencia de una nueva izquierda (como la que representa el Movimiento del 15M) no permitirá que esa política la puedan asumir partidos y sindicatos sin un gran coste social. También para ellos –lo quieran o no– la solución se ha convertido en problema.
(1) Léase : Ignacio Ramonet, “Cambiar el sistema”, Le Monde diplomatique en español, agosto de 2011.