En un libro publicado en 2012, Dani Rodrik, uno de los economistas más presentes en los debates públicos en Estados Unidos (1), planteaba lo que él llamaba un “trilema” político fundamental: es imposible defender simultáneamente la democracia y la soberanía nacional, por un lado, y la globalización económica y financiera, por el otro. Después de otros múltiples ejemplos de esta incompatibilidad, el proyecto de Tratado de Libre Comercio Canadá-Unión Europea (UE) –más conocido por sus siglas en inglés CETA (2)– constituye un caso paradigmático.
Por regla general, los actores de este tipo de acuerdo son exclusivamente los Gobiernos en simbiosis con las sociedades transnacionales. En la UE es la Comisión Europea la que, en nombre de estos, desempeña el papel principal. Pero, en el caso del CETA, otros dos actores institucionales, apoyados por importantes movimientos sociales, arrojaron un puñado de arena al proceso: el Parlamento de la región belga de Valonia y su Gobierno. En efecto, tras una semana de negociaciones intrabelgas y de intensas presiones de la Comisión Europea, de los presidentes del Consejo Europeo y del Parlamento Europeo, el ministro presidente de Valonia, Paul Magnette, finalmente dio luz verde a la firma del CETA por la UE y el Gobierno canadiense el 30 de octubre. Sin embargo, obtuvo algunas concesiones (3) de las cuales sólo el futuro podrá decir si se traducirán en hechos.
Se trata de un duro golpe para las instituciones de la UE y, en primer lugar, para la Comisión, en la medida en que es su fundamentalismo de libre mercado el que se ha puesto en evidencia espectacularmente y, al menos de forma parcial, en jaque. Con la complicidad de casi la totalidad de los Gobiernos, el Ejecutivo bruselense erigió el libre comercio en política económica universal a pesar de los comprobados estragos sociales, fiscales y medioambientales que ha causado. En esta ocasión también se ha podido ver hasta qué punto los dirigentes de la UE eran refractarios a los procesos democráticos. Desde su punto de vista, es inaceptable que una región belga de 3,6 millones de habitantes obstruya un proyecto de CETA que involucra a 500 millones de europeos y a 35 millones de canadienses.
Causa estupefacción el hecho de que los mismos que se guardaron de consultar a sus respectivos Parlamentos o que no han tenido durante mucho tiempo nada en contra de los vetos de Luxemburgo (paraíso fiscal de 576.000 habitantes) en materia de secreto bancario tengan la osadía de dar lecciones a los valones. Estos últimos no han hecho más que utilizar los poderes que les confieren las disposiciones constitucionales belgas y la norma de la unanimidad prevista por los Tratados Europeos en materia de política comercial. Se dedicaron así a realizar un ejercicio cívico ejemplar que no podrá más que amplificarse, en Bélgica y en el resto de Europa, contra el proyecto de Asociación Transatlántica de Comercio e Inversión (ACTI), con Estados Unidos, popularmente conocido por sus siglas en inglés TTIP o TAFTA (4).
¿Será escuchada la lección del CETA por la UE para salir del “trilema” puesto en evidencia por Dani Rodrik? Por el momento no hay atisbos, desgraciadamente, de que vaya a tomar ese camino…
NOTAS:
(1) Dani Rodrik, The Globalization Paradox, Oxford University Press, 2012 (La paradoja de la globalización: democracia y futuro de la economía mundial, Antonio Bosch, Barcelona, 2012). Citado en Financial Times, 23 de septiembre de 2016.
(2) Comprehensive Economic and Trade Agreement.
(3) El punto más controvertido era el del tribunal de arbitraje privado previsto en el tratado (Investment Court System, ICS). A través de una declaración interpretativa, los valones consiguieron que pueda ser cuestionado por los Parlamentos regionales belgas y que no pueda ponerse en marcha de forma provisional.
(4) Respectivamente, Transatlantic Trade and Investment Partnership y Transatlantic Free Trade Agreement.