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EL MURALISMO, UNA VANGUARDIA PICTÓRICA Y POLÍTICA

¡Que viva México !

jeudi 20 février 2014   |   Laurent Courtens
Lecture .

Tras la estela de la Revolución mexicana de principios del siglo XX, los artistas se unieron con la intención de crear obras que dejaran percibir a los demás sus causas y aspiraciones. Con sus frescos, pinturas sobre las paredes de los lugares públicos, ofrecían el encuentro entre la tradición y la modernidad, la transformación de la realidad común en leyenda. Firmaron así uno de los grandes manifiestos del compromiso.

En 1922, bajo la égida de la Secretaría de Educación Pública, un puñado de artistas trabajaba activamente en el patio de un antiguo edificio colonial de México. Pintaban gigantes : campesinos, mineros, indios sin tierra, capataces, banqueros corpulentos ; pintaban al pueblo en armas, sus héroes, sus opresores, su trabajo, sus fiestas, su historia, la epopeya de la Revolución mexicana.

Todavía en 1922, esos mismos artistas y decenas de otros se agruparon en un Sindicato de Obreros Técnicos, Pintores y Escultores. Firmaron una Declaración Social, Política y Estética dirigida “a las razas nativas humilladas a través de los siglos ; a los soldados convertidos en verdugos por sus jefes ; a los trabajadores y campesinos azotados por los ricos ; a los intelectuales que no adulan a la burguesía” (1). Condenando la pintura de caballete, considerada “ultra-intelectual y aristocrática”, este manifiesto fundacional del muralismo mexicano proclamaba la necesidad de un arte monumental y público, un “arte para todos, de educación y de lucha”. Su objetivo : inscribirse en el mundo, crear un mundo. Elegía como soporte el muro, representante del espacio social.

El febril entusiasmo y el apoyo oficial llevarían al muralismo a producir, en unos cincuenta años, más de mil trescientas obras públicas. Desde la simple tabla adornando una biblioteca hasta los proyectos miguelangelescos de varios cientos de metros cuadrados, los “murales” surgían por doquier, en la vida misma : en las calles, los ministerios, los hospitales, las universidades, los sindicatos... Estas obras fueron primero producto de los “tres grandes”, José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, y de sus camaradas cofirmantes.

Toda una generación se formó en la práctica o bajo el esplendor del muralismo, y las siguientes no escaparon a su influencia. Se trate de prolongarlo, deconstruirlo o exorcizarlo, constituye en México un marco de referencia así como un entorno visual casi ineludibles.

Más allá de las fronteras, el movimiento se ofreció a América Latina como un “idioma distintivo”, un “vehículo de ideas políticas, sociales y culturales en una época en que la sed de justicia estaba ligada, casi automáticamente, al deseo de reconciliarse con las raíces indígenas” (2). Marcaba así, para el poeta mexicano Octavio Paz, “el comienzo del arte moderno no sólo en México, sino también, como movimiento, en todo el continente americano” (3). Otra prolongación, tal vez más inesperada : en Estados Unidos, el modelo mexicano influiría especialmente en el itinerario de Jackson Pollock, parcialmente formado en el taller experimental abierto en 1936 en Nueva York por Siqueiros.

Esta deflagración, tan amplia, tan portadora, está ligada a la Revolución mexicana que, iniciada en 1910 bajo la dirección de Francisco Madero y marcada por las potentes figuras de Pancho Villa y Emiliano Zapata, condujo en febrero de 1917 a la promulgación de una nueva Constitución. Larga, sangrienta, enfrentada a sus propias disensiones internas y a los violentos sobresaltos de la reacción, puso fin al reinado casi ininterrumpido (1876-1911) del general-presidente Porfirio Díaz, que se caracterizó por la influencia total de Estados Unidos en el desarrollo industrial, la sumisión cultural a Francia, y el total desprecio por la población indígena y su historia (4). Nacional y agraria, la revolución no es otra cosa que el “descubrimiento de México por los mexicanos”. Una “revelación” (5).

Los futuros muralistas vivieron esta revelación en directo, como soldados, oficiales, corresponsales de guerra... Movilizados en un primer momento por una reforma de la enseñanza artística, los estudiantes de Bellas Artes (entre ellos, Siqueiros y Orozco) se radicalizaron y politizaron rápidamente entre 1911 y 1913. Se unieron a las tropas revolucionarias, participaron en la creación de un diario, La Vanguardia, cuyo caricaturista era Orozco. Siqueiros, a los 20 años, fue capitán segundo de uno de los batallones del general Diéguez. Estos jóvenes descubrían al pueblo, su país y su patrimonio, “los maravillosos templos de nuestra cultura prehispánica –decía Siqueiros–, las iglesias de los mejores periodos coloniales, el arte popular que había sido despreciado por nuestros maestros y profesores” (6) ; numerosos ejemplos de arte público con fines educativos y espirituales, artes murales en suma.

Habrá otras fuentes, otros impulsos. En 1919, con ocasión de un viaje a Europa promovido por el secretario de Educación Pública, Siqueiros visitó París, donde se encontró con Rivera, establecido en la capital desde 1909 y cercano a los círculos de la vanguardia, especialmente cubistas. Ávidos de conocimientos, recibían la pintura metafísica de Giorgio de Chirico, las primeras hazañas de los surrealistas y del futurismo, se exaltaban en contacto con las obras de Andrea Mantegna, de Masaccio...

Habrá divergencias, y cada participante del movimiento elaborará formulaciones particulares, pero todos crearán con radicalidad un arte que se hará eco de las causas originales de la Revolución mexicana : el sufrimiento multisecular de los indios así como las frustraciones de los criollos, las aspiraciones del pueblo a la tierra y la libertad y las de la intelligentsia a la “mexicanidad” y la modernización de las artes. El muralismo intentó integrar esta tensión entre tradición y modernidad para delinear un horizonte común. Horizonte que aparece como indisociable de otro surgido en ese momento de la historia : la revolución social, el socialismo.

Los héroes de Orozco, Siqueiros y Rivera se llamaban Prometeo –quien robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres–, Cuauhtémoc –el último emperador azteca, quien, bajo tortura, se negó a hablar–, Moctezuma –símbolo de la resistencia al colono español–. Se llamaban también Madero, Zapata, Karl Marx y Lenin. Mitos, personajes inspiradores, combatientes. Los tres hombres pintaron grandes frescos –El hombre controlador del universo (1934) de Rivera mide casi cinco metros por once– que asumían una dimensión pedagógica, a veces incluso propagandística, inventando una forma a la vez sabia, audaz y accesible para todos en lo cotidiano, con el fin de “ayudar al hombre en su lucha por convertirse en una persona humana” (7).

Las condiciones de la historia no se decretan, y el muralismo no es un modelo generalizable. Pero es de los grandes movimientos que supieron dar una respuesta a la pregunta indispensable : desde el momento en que la necesidad del compromiso se plantea explícitamente, ¿dónde y cómo tiene este su anclaje en lo real de la existencia ? 

 

Notas :

(1) Redactada por David Alfaro Siqueiros y firmada, entre otros, por Ramón Alva de la Canal, Xavier Guerrero, Carlos Mérida, Roberto Montenegro, José Clemente Orozco, Fermín Revueltas Sánchez y Diego Rivera.

(2) Edward Lucie-Smith, Arte Latinoamericano del siglo XX, Destino, Barcelona, 1994.

(3) Octavio Paz, El signo y el garabato, Seix Barral, Barcelona, 1991.

(4) Leslie Manigat, L’Amérique latine au XXe siècle. 1889-1929, Seuil, col. “Histoire”, París, 1991.

5. Ibíd.

(6) En Philip Stein, Siqueiros. His Life and Works, International Publishers, Nueva York, 1994.

(7) Diego Rivera, Écrits sur l’art, Ides et Calendes, Neuchâtel, 1996.





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