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Derechos de los indios y nacionalismo étnicos

Indígenas, electrificación y… Pacha Mama

lundi 21 juin 2010   |   Maurice Lemoine

La dinámica identitaria ha permitido incontestablemente una resistencia indígena, en América Latina, tan larga como la historia del Nuevo Mundo. Esa resistencia sigue vigente hoy en países como Chile, Guatemala, México, Perú, Brasil, etc. Pero en Bolivia, por ejemplo, en Venezuela y en Ecuador, en situaciones distintas, los indígenas comparten por fin el poder y reclaman ventajas sociales para todos : autóctonos, mestizos y criollos. Porque la resistencia no es contra un color de piel, es contra el dinero.

Vivimos en mundos separados. Ellos viven en Bolivia, nosotros en el Collasuyo” (1). Constantino Lima, un hombre encantador, por cierto, dirigente del Movimiento Indígena Tupac Katari (Mitka), se deshace en imprecaciones contra los Q’aras –los blancos– de La Paz. “La Madre Tierra, la Pacha Mama, les dio Europa : reservó África para los africanos, Asia para los asiáticos y, para nosotros, Bolivia. De acuerdo con la propuesta de nuestra ley “reconstitutiva”, hay que aplicar la pena capital a todos los europeos que, con la invasión, cometieron el más grande delito de la humanidad. Seguramente, es un poco duro, pero es el espíritu de nuestra propuesta” (2). Por otra parte… “Nosotros, los indios, somos mayoría. ¿Cómo vamos a integrarnos a la minoría ?”. En suma, al igual que un puñado de indianistas radicales, Constantino Lima pretende restaurar una soberanía indígena sobre los territorios del antiguo imperio inca. La edad de oro durante la cual los autóctonos reinaban, en armonía, sobre las Américas (que, nadie lo ignora, no se llamaban así).

¿En armonía ? En 1519, cuando se levanta el telón sobre el escenario transatlántico, el Imperio Azteca está controlando lo que más tarde será México. Surgen los conquistadores. ¡Artillería aterradora, mosquetes, espadas de Toledo, caballos, bestias monstruosas, con crines, sin cuernos, de cola larga ! Demasiado poco, después de todo, para apoderarse de un continente. Salvo que… para romper con la dominación del emperador Moctezuma, el cacique de los totonacos ofrece cuatrocientos hombres para apoyar a la tropa de Hernán Cortés. Por las mismas razones, Tlaxcala provee de cien mil refuerzos a la infantería del conquistador. Más al sur, en lo que será Guatemala, Pedro de Alvarado se alía con los cakchiqueles, en conflicto con los quichés. Más al sur todavía, en las alturas de los Andes, desde donde Cuzco parece dominar el mundo, Francisco Pizarro aprovecha las luchas intestinas que desgarran el imperio inca ; recibe el concurso de los kanarrs, los chachapoyas, los wankas y muchos otros, para terminar con ese Estado teocrático y dar muerte a Atahualpa.

Trágicas alianzas, sombría desunión. Es el fin. El infierno, sostenido por la espada, la Cruz, los monjes predicadores y las bulas papales, desencadena todos los horrores a la vez. El indígena es vencido, perseguido y sometido al hambre. La esclavitud, el trabajo forzado en las minas, el trabajo pesado en los campos son sistemas de producción ventajosos.

Mientras América parece erigir repúblicas, los autóctonos son supervivientes. Con todo lo que ello implica de resistencia, de revueltas, de tenacidad. Hastiados… la independencia los mantiene en su condición de no ciudadanos ; el proyecto político nacional implica, en el mejor de los casos, su asimilación forzada. Más allá de los discursos “integradores”, llenos o no de buenas intenciones, blancos y mestizos se arrogan la autoridad máxima sobre la política, la economía, la industria, el comercio, los servicios de Estado.

Tratados como minorías, cualquiera que sea su peso demográfico (3), los indios juntan criterios objetivos (tratados culturales, organización comunitaria, apego a un territorio) y subjetivos (sentimiento de pertenencia) para resistir. Se encuentran afirmados en su identidad, sin por ello dejarse confinar a ella sistemáticamente.

“Debemos estar unidos con los movimientos populares, estudiantiles, sindicales”, insiste en 1992 la mapuche chilena Ana Yavo, con ocasión de la campaña continental “Quinientos años de resistencia india, negra y popular” (4). Ella conoció bien a cierto… Augusto Pinochet. Dos años más tarde, los zapatistas, que surgen de Chiapas, machacan metódicamente : “Nuestra marcha armada de esperanza no es contra el mestizo ; es contra la raza del dinero. No es contra un color de piel, sino contra el color del dinero. (…) por los indígenas luchamos. Pero no solamente por ellos. Luchamos igualmente (…) por todos aquellos que tienen por presente la pobreza y por futuro la dignidad” (5).

India en su origen, la América llamada “Latina” es hoy mayoritariamente mestiza. Y aunque es verdad que los autóctonos son marginados más que todos los demás, millones de no indígenas ven también cómo se les cierran las puertas del progreso social, de la educación, de la ciudadanía.

Por otra parte, el proceso de mestizaje ha progresado tanto que a menudo es imposible trazar la frontera entre unos y otros. “Vivan en la selva, en los campos o en la ciudad”, apunta el sociólogo Yvon Le Bot, [los indígenas] “se insertan en sociedades abiertas, en contacto con poblaciones diversas, inscritos en dinámicas nacionales e internacionales” (6).

La unión entre organizaciones indias y organizaciones populares sigue siendo, en el seno de los movimientos autóctonos, el objeto de un debate permanente. Mientras unos preconizan una integración a la nación en el respeto de las diferencias, los otros defienden un autodesarrollo fundado sobre la etnicidad. Desde los años 1970 hasta los años 1980, prevalecen los primeros. Las movilizaciones indígenas se inscriben en lo esencial en el marco de las luchas campesinas y, más generalmente, del movimiento popular (7). Pero, con mayor frecuencia desembocan en un callejón sin salida, y llevan a los indios a replegarse sobre sí mismos.

La aceleración de la globalización, al inducir a una fragmentación de los principales actores sociales, va a cambiar la situación. La fatiga o el descrédito de los partidos políticos, el retroceso de una izquierda debilitada, la inexistencia de proyectos de sociedad alternativos favorecen la reafirmación cultural, local o regional. Menos desestructurados que los otros por el hecho de sus modos de organización tradicionales, los indios entran en una dinámica de movilización social hasta entonces desconocida. De rebelión en rebelión –duramente reprimidas–, defienden la nación frente al mercado globalizado, y hacen avanzar el conjunto de la sociedad (aunque la recíproca no sea siempre verdad).

En realidad fue la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) la que provocó, en su país, la caída de los presidentes Abdallah Bucaram (1997), Jamil Mahuad (1999) y Lucio Gutiérrez (2005). En Bolivia, la “guerra del agua” y después la “guerra del gas” reúnen reclamaciones indias y reivindicaciones generales ; estas luchas acaban con el gobierno del neoliberal Gonzalo Sánchez de Losada (2003). La misma suerte será reservada a su sucesor Carlos Mesa (2005) y desembocará en la elección del primer jefe de Estado indio de América del Sur, Evo Morales. De manera simbólica, Morales es entronizado por la autoridad tradicional, sobre el sitio arqueológico de Tiwanaku, y un día más tarde prestará juramento ante el Congreso. Sin embargo, a diferencia del “hermano enemigo” al que venció, el indianista radical Felipe Quispe, Morales, aunque se apoya sobre una base mayoritariamente indígena, cuenta con los sectores urbanos, las corporaciones, las cooperativas, los jubilados, las legiones de mestizos que profesan un discurso de acento “nacional”.

En el extranjero, sociólogos, etnólogos, periodistas, asociaciones humanitarias o ecologistas, todos los que quieren fijar al indio en un imaginario exótico y pretenden fosilizar su identidad, ven con malos ojos estos intentos de acercamiento, a menudo difíciles, cargados de incomprensión recíproca, pero también de éxitos y progresos. Para estos nostálgicos de la pureza, “parece que han perdido el orgullo de ser indígenas, renuncian a su diversidad y buscan integrarse” (8). “Por consiguiente”, estima otro, “las comunidades autóctonas deben luchar constantemente para conservar su especificidad y prestar atención también a que sus actitudes no sean asimiladas a las de los otros” (9).

En Bolivia, Quispe –el malku (cóndor en aymara)– sigue enojado. “Nosotros hablamos de una nación que quiere la autodeterminación. Queremos fundar la República de Collasuyo, con nuestros propios dirigentes, nuestra policía y nuestras fuerzas armadas”. Pero no estaba en la naturaleza de su nacionalismo aymara movilizar al conjunto de las poblaciones indias en el momento de las elecciones. En Ecuador, en 2006, a pesar de sus méritos personales, el líder histórico de la Conaie, Luis Macas, al presentarse contra el otro candidato (mestizo) de izquierda Rafael Correa, fue rechazado por sus bases, que no lo gratificaron más que con el 2% de los votos. ¿hay que afligirse ?

Ser indígena no pone al abrigo de fluctuaciones integristas, racistas o conservadoras (no hablamos aquí de Macas). En 1993, Bolivia lleva a la vicepresidencia al máximo exponente de una fracción del katarismo (10), Víctor Hugo Cárdenas. Por un lado, este aymara promete una reforma de la Constitución que reconozca el carácter “multiétnico y multicultural” del país. Por el otro, aprueba la política ultraliberal del presidente Sánchez de Lozada (entonces en su primer mandato) que deja a los indios (y a los otros) en la agonía. En Perú, Alejandro Toledo, que se define como un cholo (11), utiliza este argumento para hacerse elegir (2001), para después abandonar el país a los expertos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial, que ven allí un campo de juego atractivo.

En particular sintonía con el modelo neoliberal, la sobrevaloración del espacio comunitario está cargada de ambigüedades. El Banco Mundial no se equivoca cuando desde 2004 instituye, directamente con las comunidades, un fondo global para los pueblos autóctonos, que financia proyectos modestos (un dominio sobre lo local, en cooperación con el sector privado y que excluye al Estado).

Bajo la presión –legítima– de los movimientos indígenas, la casi totalidad de los países latinoamericanos adoptaron nuevas constituciones que reconocen el carácter pluriétnico y multicultural de la nación. En algunos casos, otorgan derechos específicos a los indios (o afrodescendientes). En efecto, aunque ningún movimiento indígena reclama la independencia, muchos (en particular, en la llanura amazónica), reivindican el derecho a la autodeterminación y el ejercicio de su soberanía sobre sus territorios. Casi todos los Estados que les acuerdan una forma de autonomía lo hacen con extrema precaución.

Las montañas, las cascadas majestuosas, los precipicios vertiginosos, los relámpagos, el trueno y después la lluvia… La Madre Tierra, la Pacha Mama. Una armonía en sintonía con el cosmos, la cosmovisión. En general, los amerindios tienen una forma de pensamiento, una visión del mundo mucho más respetuosa del entorno que las sociedades occidentalizadas. Saben que toda degradación del medio afecta inevitablemente sus condiciones de vida. ¿Qué cosa más legítima, a partir de ahí, que oponerse a las incursiones de las multinacionales que destruyen los bosques, las sabanas, los pantanos, envenenan las aguas y las tierras con sus productos químicos y sus desechos tóxicos, que pretenden la aplicación de patentes biológicas ? ¿Qué hay menos discutible que reclamar una participación en la elaboración, la ejecución y el control de las políticas públicas ?

Sin embargo, el territorio, autónomo o no, continúa formando parte del Estado nacional, muy puntilloso de sus prerrogativas cuando se trata de explotar sus recursos naturales, los hidrocarburos en particular. Y, en el marco de políticas actualmente en práctica en varios países (Bolivia, Ecuador, Venezuela), a través de las nacionalizaciones, se afectan con ello los dividendos en provecho de un proyecto colectivo. Esto es objeto de conflictos permanentes y no exentos de contradicciones. Pues “los mismos que defienden a su manera un mayor control sobre sus recursos o el reconocimiento de sus formas de organización ‘tradicionales’ no dudan en reclamar una mayor intervención del Estado” (12), pidiendo como cualquiera, el acceso a los bienes y a los servicios –agua potable, carreteras, escuelas, puestos sanitarios, etc.– que hay que financiar inevitablemente. Paradójicamente, sin duda, los indios amazónicos de Ecuador deben su supervivencia a los hidrocarburos. En efecto, la bonanza petrolera de los años 1970 y 1980 alivió la presión sobre la tierra, en los Andes, gracias a los empleos que creó en la construcción urbana, que frenó los flujos migratorios hacia la selva. Región en la cual se puede ver a indígenas con discurso étnico muy radicalizado que vigilan su ganado sobre motos todo terreno.

Hay peligros porque el espacio ancestral se considera como intocable por el “extranjero” y porque se denuncia toda intrusión como un atentado contra la “identidad”… En 2008, en Santa Cruz (Bolivia), feudo de la oposición “blanca” a Morales, en las oficinas de la Prefectura del casi “secesionista” Rubén Costas, Ignacio Urapuka, diputado nacional indígena guarayo, se queja : “El presidente quiere imponernos, en el Oriente, a los hermanos quechuas y aymaras. Cuando llegan comienzan por desbrozar la selva, sin consideración por la Madre Naturaleza. No estamos de acuerdo, los territorios son nuestros.” Reacción de Adolfo Chávez, presidente de la Confederación de los Pueblos Indígenas de Amazonía, Chaco y Oriente (treinta y cuatro pueblos) : “La oposición recupera a los hermanos que traicionaron al movimiento indígena, que vendieron sus tierras a los empresarios. En recompensa, trabajan en la Prefectura, desde donde apoyan al partido que causó grandes daños al país”.

En Venezuela, reconociendo una deuda histórica, el presidente Hugo Chávez introdujo la idea del indio como fuente de identidad nacional. Bajo la égida de un Ministerio del poder popular para los pueblos y comunidades indígenas creado en 2006 y con las dificultades inherentes a ese tipo de proyecto, se emprendió una demarcación de las tierras para devolver a los nativos lo que les pertenece. Pero, en Karañakal, en la Sierra de Perija, en territorio bari, un pequeño grupo de jíbaros llegó para instalarse. “El presidente dice que debemos cohabitar con los otros indígenas”, se enfurece Rufino Alawaiku, el cacique del lugar. “Nosotros no queremos. Si Bari no quiere vivir con nadie, debemos respetar su decisión.” El nacionalismo étnico puede ser también particularmente aborrecible. Y el camino del infierno estar sembrado de buenas intenciones.

Las bocas se crispan por la rabia silenciosa –y el odio de los indios– cuando, en Uruará (Brasil), en los años 1980, se pretende expulsar a dos mil pequeños campesinos, eternos desposeídos llegados con la transamazónica, para delimitar una reserva de 800.000 hectáreas destinada a un grupo indígena arara de… cuarenta y dos personas, que se acaba de descubrir en la selva. En Chiapas, la decisión tomada en 1972 por el gobierno mejicano de atribuir 600.000 hectáreas a la comunidad lacandona –representada por sesenta y seis jefes de familia– es una burla que provoca un conflicto entre estos y los indígenas zapatistas.

Estos últimos, por cierto confrontados al rechazo del poder al diálogo, y a difíciles relaciones con el “mundo político” (derecha e izquierda indistintas) pueden también ver reprochado su propio sectarismo. Invitado a ir a La Paz para la ceremonia de la asunción “histórica” a la presidencia de un indio proveniente de las luchas –Evo Morales–, el subcomandante Marcos respondió secamente : “Nuestra idea no es frecuentar las cimas sino mirar hacia abajo. No es nuestro estilo frecuentar a los grandes líderes. Pensamos que es el conjunto del pueblo el que debe ejercer el poder, no una sola persona” (13). Arte y manera de aislarse completamente.

En este país, Bolivia, donde el presidente afirma su voluntad de ruptura con los años neoliberales mientras desmantela el “colonialismo interno” –una suerte de “nacionalismo indianizado” (14)–, la nueva organización territorial basada en el reconocimiento de cuatro tipos de autonomía (departamental, regional, municipal e indígena), no subordinadas entre ellas y con el mismo rango constitucional, suscita muchas cuestiones : cómo se articularán, por ejemplo, justicia comunitaria y justicia ordinaria. Pues detrás de los “usos y costumbres”, “la democracia indígena puede esconder formas autoritarias ejercidas por una gerontocracia deseosa de mantener su poder, o estar instrumentada por actores externos” (15).

En este momento, en Guatemala, los indios siguen soportando un verdadero apartheid. La quiché Rigoberta Menchú recibió el premio Nobel de la Paz en 1992 pero, desde entonces, fue embajadora especial de la presidencia del neoliberal Oscar Berger. Chile sigue utilizando las leyes antiterroristas de Pinochet para reprimir a los mapuches. En Venezuela, Héctor Eduardo Okbo Asokma, cacique bari de Saimadoyi, navega entre dos aguas : “Por una parte, queremos la electrificación, una carretera verdadera, con puentes y todo eso. Las técnicas de los criollos y nuestra cultura. Pero no queremos abandonar nuestras costumbres. Creemos en las dos.” En Ecuador, en marzo, apoyada por los ecologistas, la dirección de la Conaie declara la guerra al presidente Correa –a quien sus bases llevaron al poder–. En el centro de la disputa, la explotación minera, la búsqueda del petróleo y la administración del agua. Sin embargo, según el analista político Pedro Saad, “los dirigentes de la Conaie no serán seguidos por los indígenas en su llamada a la rebelión” (16). A diferencia de los “amazónicos”, la mayoría, que vive en las tierras altas –la Sierra– continúa apoyando al jefe de Estado, preocupados ante todo en resolver sus difíciles problemas de supervivencia.

Aunque la dinámica identitaria haya permitido incontestablemente una resistencia tan larga como la historia del Nuevo Mundo, tiene sus límites. En este sentido, oponiéndose a la idea del indígena “auténtico”, “la indianidad exhibe una forma socialmente mestiza que reenvía no a una definición biológica, sino a una forma vaga que evoluciona al capricho de las situaciones y de los actores que se apropian de ella, y cuya existencia no vale, en cierta manera, sino en relación con los discursos que se tienen sobre ella y con el valor que se les otorga” (17).

Le Monde diplomatique, París.

 

NOTAS :

(1) Nombre de la región del imperio inca que comprende en la actualidad el oeste de Bolivia, una parte del sur de Perú, el norte de Argentina y de Chile.

(2) Todas las citas no documentadas fueron recogidas en el transcurso de entrevistas.

(3) Alrededor de 45 millones de indígenas representan cerca de una décima parte de la población total de América Latina. Los países más indios son Guatemala, Bolivia, Ecuador y Perú ; en México son los más numerosos (alrededor de 10 millones) y en Bolivia representan el más alto porcentaje (62%).

(4) Campaña llevada a cabo bajo la iniciativa de las organizaciones indígenas para protestar contra las conmemoraciones del quinto centenario del “descubrimiento” de América.

(5) Comunicado del EZLN, el 12 de octubre de 1994.

(6) Yvon Le Bot, La grande révolte indienne, Robert Laffont, París, 2009.

(7) Algunos, en Colombia y en Guatemala, incluso se unirán a las guerrillas.

(8) Giulio Girardi, en Jean-Claude Fritz y otros (bajo la dirección de), La nouvelle question indigéne. Peuples autochtones et ordre mundial, L’Harmattan, París, 2005.

(9) Philippe Jeannin-Daubigney, ibid.

(10) Movimiento así llamado en referencia a Tupac Katari, jefe de una rebelión anticolonial en el siglo XVIII.

(11) Indígena urbano.

(12) Christian Gros en “Politiques et paradoxes de l’ethnicité”, Problèmes d’Amérique latine, nº48, París, primavera de 2003.

(13) John Ross, Zapatistas !, Nation Books, Nueva York, 2006.

(14) Leer “La Bolivie d’Evo. Démocratie, indianiste et socialiste ?”, Alternatives sud, Centre tricontinental et Syllepse, Lovaina-París, 2009.

(15) Christian Gros, op. cit.

(16) El Pueblo, Quito, 13 de marzo de 2010.

(17) Christian Gros, op. cit.





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