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MI ENCUENTRO CON UN GENIO DE LA CANCIÓN

George Brassens, anarquista y conformista

samedi 5 septembre 2015   |   Ramón Chao
Lecture .

Periodista y escritor, Ramón Chao es autor de varias novelas inolvidables. Fue también, en París donde reside, director de Radio France Internationale y corresponsal del mítico semanario Triunfo. A lo largo de esas experiencias conoció a numerosos creadores. En una serie de textos, Ramón Chao va recordando cada mes, para nuestros lectores, algunos de sus encuentros con personalidades excepcionales como el cantautor francés George Brassens (1921-1981), de quien nos habla esta vez.

Llegué a París con veinte años, una jugosa beca en el bolsillo y dispuesto a destacar en el mundo de la música, “de la buena” (Schubert, Mozart, Beethoven…como decía mi madre), que yo ya interpretaba. Me sorprendió que, en Francia, –patria de Ravel, Gounod, Berlioz– llamaran “música” a lo que ejecutaban Charles Trenet o Maurice Chevalier ; a mi entender, ambos, muy encumbrados por entonces, eran asaz cabareteros y ramplones. Al poco, por radio y por televisión, se oían de vez en cuando voces de jóvenes tales como Yves Montand y Charles Aznavour. Y, de pronto, en el círculo de melómanos insustanciales, empezó a sonar el nombre de un muchacho originario del puerto mediterráneo de Sète, hijo de obreros cuyos padres se hallaban totalmente opuestos en sus creencias : Elvira, católica piadosa que le transmitió el gusto por las tarantelas napolitanas y por la mandolina ; mientras que su padre, Louis, le inculcó su anarquismo y su irreligiosidad.

Hecho un mozo, en 1940, Georges Brassens coge un tren que le llevaría a París. Durante los primeros meses trabaja en la fábrica de Renault y empieza a escribir canciones valiéndose del piano de su hospedera, a la que llama “tía” : primero golpeaba la métrica en la tapa del piano y añadía las letras al resultado rítmico. Así consiguió escribir y publicar, en 1942, un cuadernillo titulado Des coups d’épée dans l’eau (Intentos vanos). Sin embargo, le pilló la guerra de forma indirecta. Los nazis, que mandaban en París, obligaban a los jóvenes franceses a trabajar en las fábricas alemanas. Así pues, lo deportaron, entre otros miles, al campo de Basdorf con Georges Marchais, futuro secretario general del Partido Comunista francés. Allí, el cantante conoce a Pierre Onteniente, otro de los prisioneros que será uno de sus mejores amigos. Brassens le llamará “Gibraltar”, y con ese mote se le conocerá siempre. Los alemanes habían instituido un sistema cruel de rotación en las vacaciones. Para que todos los prisioneros pudieran irse sin que el trabajo se desarticulara, cada uno podría hacerlo si dejaba a un amigo de rehén que trabajaría mientras él no volviese. Es fácil imaginar las dudas, las esperanzas, las traiciones de tan diabólico método. ¿Volverá o no volverá ?, pensaba su mejor amigo, que, a veces, no regresaba. Se apostaba, se ganaba o se perdía y, a medida que se acercaba el fatídico día, crecía el suspense.

En marzo de 1944, Brassens vuelve a París con uno de esos permisos. Nunca regresará a Alemania, abandonando a su amigo-rehén, y se esconde en la casa de Jeanne y Marcel Planche, a los que dedicará sendas canciones : La canne de Jeanne, en 1953 (“Los zuecos de Elena estaban enlodados. / Los tres capitanes la hubieran llamado villana / y la pobre Elena / estaba como un alma en pena”) y en 1955 escribe para Marcel, su marido, Chanson pour l’Auvergnat (“Es para ti esta canción, / campesino que sin hablar / me diste pan el día aquel / que el frío me hería la piel”). Permanecerá en su casa hasta 1966...

Para ganarse la vida, en 1946 escribe en la revista librepensadora Le Libertaire. Tanto en la vida como en los textos, Brassens parece menos combativo que un Léo Ferré, pongo por caso. De todos modos, si en su vida se muestra moderado y prudente, en sus canciones lucha contra la hipocresía, en especial el militarismo, la justicia y la religión. Sus textos toman partido a favor de los desahuciados de la sociedad, como las prostitutas, y contra las convenciones sociales que le repelen.

En París, los estudiantes asistíamos gratis (con el deber de puntualidad y de actuar de “claque”) a los espectáculos eróticos de Eve, en Montparnasse, y de Lady Patachou, en Montmartre. En éste, la animadora del cotarro, en simbólico gesto, se divertía cortando las corbatas masculinas con unas tijeras, y allí fue donde conocí a Georges Brassens, astro creciente de la “música” francesa.

Con sus temas bucólicos, su acento provenzal y su léxico secular, aquel mocetón aportaba a los franceses desarraigados la imprescindible dosis de entroncamiento con la tierra. El semanario L‘Express, dirigido por el abanderado del neocapitalismo Jean-Jacques Servan-Schreiber, lo veía con muy buenos ojos : “Cantando a contracorriente, a ‘contramoda’, y, al parecer, a ‘contracorazón’, Brassens es el grillo del hogar que guarda y trasmite un patrimonio”. Ni sus palabrotas, ni sus blasfemias, ni las situaciones rabelaisianas que describía ponían en peligro a la burguesía ; menos aún a la “nueva sociedad” que anunciaban los epígonos del gaullismo. Así lo admitía uno de su biógrafos –Georges Charpentier– con deliciosa ingenuidad : “El erotismo frío y malsano que envenena nuestra juventud es mucho más peligroso que este lenguaje verde y lleno de vigor. Con Brassens, la sociedad no corre peligro”.

Su anarquismo se reduce a un rechazo verbal de lo establecido, a sus declaraciones antiparlamentarias, a su crítica a los partidos políticos y a las asociaciones de masas o a las burdas de “los que cometieron el error de alistarse para defender una causa”. No es de extrañar que se adaptara al neocapitalismo ramplón y que algunos de sus textos coincidieran con los puntos de vista de otros continuadores de una tradición francesa sui generis. Eso le sucedía cuando abandonaba la lírica de los arroyos y de los dioses mitológicos para abordar temas, si no actuales, al menos recientes, como la actitud de los franceses durante la ocupación nazi.

En La tondue (La tonsurada) evoca la venganza que tomaron ciertos resistentes contra las jóvenes “culpables” de haber mantenido relaciones amorosas con soldados alemanes y les cortaban el pelo al rape. La reacción de Brassens fue tardía, pues durante la guerra, como hemos dicho, se hallaba en Alemania. Brassens también escribió Los dos tíos : uno, amigo de los aliados y el otro, de los nazis : “Cada cual murió por sus ideas, y yo, que no quería a nadie, sigo vivo. Es idiota dar la vida por sus ideas ; eso está bien para los que no las tienen”. Con muchos años de antelación, Brassens proclamó en voz alta lo que muchos pensaban en voz baja y declaró a un periodista estadounidense que “sentía aversión por todas esas historias de la Resistencia, por las medallas y condecoraciones”. Pero aceptó la Medalla de la Ciudad de París, otorgada por el derechista Jacques Chirac.

Pese a todo, utilizando un término que se empezaba a generalizar, no se podría considerar a Brassens como un cantante de “evasión”, o como un personaje esencialmente contradictorio capaz de obtener en la misma semana las alabanzas del diario del catolicismo francés La Croix, que consideraba precristianos algunos de sus poemas, y los aplausos frenéticos del periódico más anticlerical, Le Canard enchaîné, al descubrir en todos sus discos una profesión de ateísmo, de anarquismo y sartas de blasfemias.

A mí, Brassens no acababa de gustarme. Es cierto que no utilizaba esos ripios que pululan en todos los idiomas, el “amour-toujours” francés, el “amore-cuore” italiano o el “corazón-balcón” español ; no hay duda de que prescindía de las frases hechas, de las expresiones tradicionales y de los clichés que ya no dicen nada. Me relamía con sus mofas contra los jueces, contra los curas y contra los poderes instituidos. Además, Brassens era buen amigo de Paco Ibáñez, por quien yo siento profundo cariño y admiración. Sin embargo, su falta de conocimientos musicales profundos hacía que sus composiciones adoptasen la forma clásica y tópica de la canción ligera francesa. Escritas en compás de cuatro por cuatro e incluso binario, observan los fáciles recursos del ciclo comercial, con semicadencias y cadencias perfectas en la dominante cada ocho compases. El acompañamiento se limita a una continua sucesión de dominante-tónica con acordes de séptima disminuida. Las pocas veces que se producen modulaciones llevan a tonos relativos o cercanos. También la duración de las canciones corresponde a las normas establecidas por la rutina, respondiendo a las exigencias de programación. Salvo tres o cuatro canciones, duraban en general unos tres o cuatro minutos. Se podía decir que la música de Brassens era como su poesía, una diestra mezcla de calidad dentro de la producción corriente, ennoblecida por la personalidad generosa y sincera del autor. El aspecto popular de su producción se refleja en las versiones adaptadas que aspiraban a figurar entre las mejores de un nuevo jazz y que no pasaban de ser aceptables : Claude Bolling, Eddie Barclay, Philippe Gérard las dieron a conocer.

En resumen, la sencillez de Georges Brassens lo convirtió en uno de los artistas más queridos del patrimonio cultural francés. Su repertorio, impertinente mas nunca provocador, dibuja un retrato sin piedad y tierno de sus contemporáneos. Todavía hoy, sus canciones se encuentran en los repertorios de cantantes de todo el mundo.

Vi varias veces a Brassens en reuniones privadas, pero nunca me atreví a plantearle problemas que le pudieran molestar. Joven e impertinente, le hubiera preguntado cómo concebía una de sus características, la amistad. Con él, este sentimiento duraba años, o toda la vida. Su lema era “Les copains d’abord’’ (los amigos ante todo). Nos encontramos y nos afrontamos al final de uno de sus últimos recitales en la sala Bobino, a la que acudí en compañía de José Angel Ezcurra, director de Triunfo y gran admirador del vate. Nos recibió en su camerino con notorio desagrado. Entre él y mi director, yo me sentía como un crío vigilado :

–“Hace unos ocho años tuvo usted una polémica con el Partido Comunista y los resistentes debido a una canción en la que planteaba la similitud de los problemas : resistentes de izquierdas o nazis, todo es lo mismo”, le pregunté. –“Lo hice para divertirme…”, me contestó. –“Ya, pero entonces dijo usted a Libération que con versos no siempre uno se expresa como quiere ; que la necesidad de rimar lleva a decir algo que no se siente necesariamente”. –“Sí, pero, en este caso, mantengo lo que dije y creo que mi canción ha sido ilustrada por hechos que se produjeron, sin duda”. –“En estos momentos en que se ha creado un movimiento de unión de izquierdas…”–“No, eso no tiene nada que ver con mi canción. Entra usted en un terreno muy amplio : yo creo que un artista no debe utilizar su nombre con fines políticos. Además, soy anarquista, no hay que olvidarlo. Soy antiparlamentario”. –“Es usted anarquista, de acuerdo. Pero en una ocasión precisó que lo era ‘dentro de sus posibilidades’”. –“Para mí es una especie de actitud ante ciertos problemas, actitud que, por otra parte, no es absoluta. Hay que matizar, pues en la sociedad actual uno no puede ser todo lo que quisiera, ya que estamos obligados a pactar con lo que existe. En esto puedo, en la medida en que no voto, en que no me adhiero a ningún partido. Después no puedo serlo en la vida. Lo mío es, sobre todo, una moral”.

Ya me estaba cargando con sus lecciones de integridad. Me iba subiendo la adrenalina, como se dice ahora, y le suelto la salva que tenía reservada para el final.

Yo había indagado mucho sobre su actuación y sobre su comportamiento en el campo de trabajos forzados nazi en el que había estado internado durante un año. Dejó allí de rehén a su mejor amigo y no regresó. –“¿Quién le dijo a usted eso ?”, me preguntó sobresaltado. –“Me lo dijo ‘Gibraltar’”. –“Pues si se le dijo él, será verdad”, me contestó, y añadió pensativo : – “Civilmente podía volver. Pero, ¿para qué ? Lo pensé bien y tuve tormentas cerebrales. Pensé : ¿cuántos tipos regresan ? Me han dicho que dos. Si volviese yo, seríamos tres. Tampoco podía abandonar fácilmente a Jeanne, tan generosa conmigo. Todo esto es muy fastidioso...”.

Poco después lo operaron por tercera vez de cáncer de riñones y falleció el 29 octubre de 1981. Tal y como él deseaba, lo enterraron en Sète, su ciudad natal. Pero no en el cementerio marino, donde había suplicado que le cavaran una fosa acogedora (“un agradable cobijo / con los delfines, amigos de mi infancia en la plaza de la Corniche”) sino en el de Py, también llamado “cementerio de los pobres”. Le pusieron una placa de mármol con su bigote rebelde y un sencillo epitafio : “A las cosas más bellas el tiempo / gusta hacer malas pasadas / y sabrá marchitar las rosas / como arrugas en mi frente”. 





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