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EL CENTRO DE DETENCIÓN PARA MUJERES DE SANTA MARTHA ACATITLA (MÉXICO)

Encerradas vivas

mercredi 16 février 2011   |   Cathy Fourez
Lecture .

Más de dos mil detenidas sufren la violencia disciplinaria del universo carcelario de Santa Martha Acatitla, cerca de México DF. Un taller de escritura organizado en julio de 2009 muestra sin embargo que un entorno de estas características –en el que los hombres están ausentes– les permite a algunas de ellas asimilar mejor su identidad, tener una mayor comprensión de su historia y, de algún modo, lograr cierta emancipación.

Inaugurado el 29 de marzo de 2004, el Centro de Rehabilitación Social para Mujeres de Santa Martha Acatitla está ubicado en el barrio homónimo, cerca de la Delegación de Iztapalapa, el distrito más pobre y más violento de la capital mexicana, Ciudad de México. A la vez centro de detención y casa central, la infraestructura de la institución posee una capacidad de alrededor de 1.600 plazas. Actualmente, alberga a unas 1.900 detenidas.

Su fortificación octogonal está inspirada en el proyecto panóptico que el filósofo utilitarista Jeremy Bentham planteó en 1791. Deseoso de maximizar los beneficios minimizando los costes, éste ideó un tipo de arquitectura que posibilitara la vigilancia permanente de edificios translúcidos a partir de una torre central. Así pues, en la circunferencia de Santa Martha Acatitla se despliegan corredores en espiral, mantenidos por muros transparentes : las presas sufren una presión paníptica regular e ininterrumpida. No saben si se las observa, pero se les asegura que están siendo espiadas. Este “sistema-soplón” también expone a cada interna a la mirada de la otra, y ello sin que la que observa sea vista. Como consecuencia, se delinea un territorio disciplinario, lo que Michel Foucault llama “punto de aplicación de la pena” (1).

Cualquiera que sea el trayecto recorrido, uno se topa con una cartografía de lo idéntico. Los corredores ofrecen una ilusión de amplitud gracias a las ranuras verticales que atraviesan las paredes de hormigón, y por las que se distinguen las celdas, modestas canchas de básquet y patios circulares. Los pasillos, que se prolongan en una sucesión de curvas y zigzags, frenan automáticamente la marcha, suscitan el vértigo, actúan como un narcótico sobre todas las formas de desplazamiento. Un mecanismo ortopédico rígido uniformiza la motricidad de las prisioneras y refrena los temperamentos tumultuosos e impulsivos.

En estas arterias se cuelan algunas voces encerradas. El timbre de voz en la cárcel debe ser muy dosificado para que los sonidos tomen cuerpo, para que tengan resonancia ; porque incluso la soledad, que impregna inevitablemente los lugares, se forja en un silencio locuaz, ardiente, turbulento. Una voz colectiva, fragmentada de graduaciones desincronizadas y en mutación permanente circula entre las alambradas del edificio : es la música que se propaga desde los dos patios, imponiendo la cadencia de grupos “amazonas” que ensayan cumbia o hip hop ; son los abucheos, las carcajadas, las protestas que van y vienen durante el partido de básquet ; son gritos punzantes, ahogados en la promiscuidad y a los que nadie responde, pero que son emitidos sólo para ser oídos por aquellos que no tienen más que una fuerza, la de gritar ; es el canto alborotador de niños que protestan (2) ; son las patas de las sillas que frotan el suelo embaldosado de las salas donde se llevan a cabo los talleres ; es el escándalo ensordecedor de las voces de las reclusas que, confinadas en los rellanos de las escaleras que dan a la cárcel de hombres, piden y ofrecen novedades de la familia, palabras de amor, insultos, comentarios licenciosos, frases groseras, acuerdos de tráfico de todo tipo con otro preso encerrado al otro lado del muro, con un lejano masculino que sus cuerpos añoran. Navega y resuena constantemente un rumor de multitud, de ruidos de objetos que chocan, conjunciones impensadas de sonidos alegres, quejumbrosos, que crean en un espacio cerrado una abertura auditiva infinita, inaprensible.

A este zumbido permanente se suma la profusión arborescente de olores heteróclitos. Aunque la cárcel de Santa Martha despide un aliento aséptico, cargado de efluvios de lejía, un sabor metálico cortado con el tufo fétido de baños tapados, flujos de transpiración estancados en los pasillos, una masa embriagadora que atormenta los sentidos y se adhiere a la vestimenta, también se respira un aire mestizo, pero sobre todo goloso, de pequeñas felicidades culinarias elaboradas con dinero ganado en prisión o enviado por familiares. En ese soplo de vidas encerradas desbordan las fragancias de tortillas tostadas, sopas aromáticas, arroz con azafrán, trozos de carne macerada y condimentada que remiten a la atmósfera de los hogares populares, a los olores de los platos que se venden en los mercados y en los puestos de los vendedores ambulantes que pueblan las calles laterales del centro histórico de México. Una vitalidad olfativa que hace olvidar la palidez de la comida de la cárcel, asfixiada por el rendimiento, el ahorro presupuestario y la falta de tiempo.

Otro sentido en busca de sentido : el tacto. Cuando las zonas del cuerpo no sienten más que un desierto táctil que altera la existencia en profundidad, física y moralmente, muchas reclusas tratan de recuperar el tacto, en particular el tacto de la sensación sexual. Algunas miradas no miran sino que exploran, palpan, acarician, desnudan ; exploran con la misma movilidad que los dedos, y se proyectan lascivamente sobre los hombres que intervienen en las pocas manifestaciones que marcan fuertemente la semana en prisión. Algunas, cuya vida conyugal se vio eclipsada, se vuelven hacia una relación lésbica que en principio es transitoria y que a veces, con el tiempo, se afirma y consolida ; o bien una relación que se libera –porque hasta entonces ha sido reprimida, conscientemente o no– dentro de esos muros unisex, pero fuera de los “muros” de una sociedad regulada por la normatividad heterosexual.

En su mayoría, estas mujeres proceden de la capital y del estado de México. La mitad no ha conocido más pupitres que los de la escuela primaria ; el 20% son analfabetas ; son pocas las que han terminado la prepa (escuela secundaria) y las que tienen un título universitario (3). La mayor parte vive por debajo del umbral de pobreza. Cada recorrido de vida es único, pero hay una monotonía en el de los pobres ; las biografías que pueblan la cárcel de Santa Martha Acatitla por cierto no han atravesado las mismas pruebas, pero sus relatos reflejan una atroz herencia común. Antes de su arresto, muchas eran amas de casa ; otras trabajaban en una fábrica ; un número considerable subsistía gracias a la prostitución. Según la encuesta sobre los factores criminales realizada por el abogado José Luis Castro González, responsable del taller de carpintería de la penitenciaría, el 86% de las detenidas fueron agredidas físicamente durante su infancia. De ese 86%, el 55% han sido violadas y engañadas por sus padres o por un miembro de su familia ; el 54% han sido retiradas del domicilio parental o han huido, y el 70% han sido maltratadas por su cónyuge.

De cabello ondulado y rebelde, mejillas regordetas, caderas rollizas y cadencia sensual al caminar, Isela, de unos 20 años de edad, llega emperifollada y locuaz al taller de escritura. Cuando fue encarcelada, su cuerpo estaba descarnado, minado por las drogas y el alcohol, destrozado por el comercio sexual. Isela nació en la calle, vivió en la calle, fue arrestada en la calle. Pero no en cualquier calle : en la calle sórdida, precaria, en la que se respira diariamente como un progresivo e irremediable suicidio, en lo más bajo, donde no hay opciones. La llegada al mundo de Isela ya era una ejecución ; su existencia, una vida sin lugar ; su refugio, un fárrago de obstáculos y nulidades. A la intemperie, pasó su vida en el fondo de un agujero de desórdenes y escándalos sin salida. En una reunión sobre la redacción de un diario íntimo, habla un poco sobre su cuerpo devastado y suelta : “No era yo la violenta, sino la vida” (4).

La voz de Isela, ardiente y radiante, está lacerada por graves traumas que no ocultan que ha sido concebida en la destrucción y que se ha construido mediante ataques continuos. Es en medio de la pena de la infracción como Isela intenta comprender y curar los tropiezos de un cuerpo que para ella sigue en construcción ; es en prisión –y por consiguiente en la reclusión espacial– donde convierte sus escombros en material de reconstrucción. Isela sufre la privación de libertad y el aislamiento, pero conoció a su primera familia en el corazón del encarcelamiento. Refiriéndose a su celda durante un taller, explica : “Antes mi único hogar era mi corazón ; hoy lo sigo teniendo y lo comparto con ustedes. Pero hoy tengo una verdadera casa. ¡Me gustaría mostrársela !”. Hoy comienza a fabricar su nueva “casa” concibiendo su cuerpo como refugio y su entorno carcelario como un lugar de apoyo.

Ethel –jersey de un azul intenso colgado en la espalda a lo “varón”, gafas ahumadas colocadas sobre su corto cabello tupido y ondulado– : “Tengo tres hijos a quienes adoro perdidamente ; pero es aquí, en este encierro que me arrebata cada día de mi vida de madre, que me ha quitado mi autonomía gestual, donde pude expresar y asumir, por primera vez en mi vida, mi verdadera orientación sexual. Mi lesbianismo reprimido se libró aquí, entre mujeres, de las miradas de la calle y de mis familiares”. Otra explica : “Yo no soy lesbiana, pero me gusta que una compañera de celda me toque, se interese por mí, me dé un beso, me acompañe, me tome en sus brazos, me diga palabras de amor”.

En la planta baja hay una especie de comedor donde un grupo de madres de familia pone a la venta platos nacidos del ingenio, minuciosamente elaborados con los mismos productos de base (harina de maíz y frijoles rojos), que compiten con la comida de rancho (5) que se sirve a las detenidas. Rodeadas de niños nacidos en la cárcel, recrean el ambiente de los tianguis (este término de origen náhuatl designa esos grandes mercados que colorean no sólo los barrios más populares del distrito federal, sino también los de toda la República). En Santa Martha Acatitla los niños son sagrados ; las madres también, aunque algunas se refugian en las tareas domésticas, pues son poco aceptadas en determinados espacios de la prisión, dominados por otro tipo de detenidas, poco tolerantes a las peleas y la agitación de los niños. Pero, ¡ay de aquella que se atreva a ofender a una mujer embarazada, a faltarle el respeto al cuerpo materno, a maltratar a un niño pequeño ! Estas madres encarnan modelos para las presas, que, en los trabajos domésticos de estas mujeres, buscan la presencia de su familia y sobre todo de la progenie de que se han visto privadas. No es raro encontrar, entre las internas, a la madre, la hija, la nieta, la cuñada, mujeres que han recreado sus vínculos de parentesco y sus hábitos familiares. En medio de esta solidaridad, deambulan en los corredores expresiones desencajadas, perforadas, ansiosas, asustadas, abandonadas al ritmo fragmentario de su vagabundeo, murmurando palabras disimuladas, embebidas en drogas y tormentos indescifrables ; una niebla de palabras declamadas por siluetas reducidas a un esbozo de sí mismas. Éstas ya no son interlocutoras, pierden la mirada de los “vivos”. Con el tiempo, ¿quién percibirá su presencia en un lugar donde la gente se cruza y vuelve a cruzarse sin cesar, donde muchos encallan en la pendiente de la soledad ?

Margarita tiene la edad de la vejez en descanso. Pero Margarita envejece y envejecerá sin duda en prisión : fue condenada por homicidio voluntario. La infracción de Margarita : estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Todos los días se instalaba en una calle transitada con su pequeña cocina portátil ; junto a los bidones de agua y los recipientes llenos de bolas de queso de Oaxaca, de relleno de huitlacoches y chiles jalapeños, crepitaba su brasero, sobre el cual el comal doraba las quesadillas (6) que vendía hasta que terminaba la tarde. El barrio se había acostumbrado a la presencia de la mujer que llevaba una vida muy humilde, digna y valiente. Sobre la vereda donde Margarita amasaba el nixtamal (7) estalló una riña, estalló la confusión y un hombre fue mortalmente apuñalado, sin duda víctima de un arreglo de cuentas entre bandas rivales. Cuando la policía llegó al lugar del crimen, Margarita no había abandonado su puesto. Primero se vio involucrada y convocada como testigo principal, luego declarada sospechosa del delito y finalmente condenada por homicidio. Se desconocen los detalles de una instrucción cerrada rápidamente. Margarita es analfabeta y firmó, con una confianza ciega, todos los documentos que se le presentaron.

Se sabe que la policía mexicana, gangrenada por una formación deficiente y salarios de miseria, comprada por la industria del crimen, es una de las más corruptas del mundo. Margarita se topó con un aparato policial y judicial que no trabaja para ella, sino contra ella. Es el fruto amargo de un doble abandono : el desinterés de la justicia por la plebe y la capitulación de la “sociedad civil”, que calló (¿por miedo ? ¿por cobardía ? ¿por indiferencia ?) lo que vio en el momento del altercado. Margarita está tratando de obtener una revisión de su expediente y su juicio. Hasta ahora, en vano.

Lunes 20 de julio de 2009. Un halo de plomo que penetra el taller de carpintería augura la lluvia próxima. En unos cuantos bancos se amontonan botes de pintura, trozos de paneles, frisos, empapelados gastados, molduras resquebrajadas, arcilla, botones y asas de muebles, pinceles, latas de conserva oxidadas que sirven de lapiceros. Aquí se fabrica marcos, álbumes, percheros, posavasos, salvamantes, que posteriormente serán comprados por las detenidas o vendidos en comercios de la región. En medio de pinceles crespos y papeles resecos, al comienzo de un ocaso con olor a cola de carpintería, brillan los zapatos ocre de La Reina del Pacífico. La riquísima Sandra Ávila Beltrán, nativa de Sinaloa, acusada por el Gobierno de ser una de las figuras de proa del tráfico de drogas en México, duerme en la cárcel desde septiembre de 2007. Un pantalón marrón entallado y una vaporosa blusa con lentejuelas armoniza con las uñas cuidadas y un peinado castaño cortado en punta. La que ha manejado millones de dólares, se ha vestido en las boutiques de la Place Vendôme, convivido, de lejos o de cerca, con los barones de los cárteles más poderosos del país, conversa con uno de los directores del taller sobre las medidas que debería tener… un espejo. Tan codiciada como ha sido, tan adulada, tan rodeada de gente en su pasado reciente, ahora está sola y busca, en este futuro espejo, su imagen de antaño.

Para muchas de estas mujeres, considerar “otro mundo” es ante todo vivir contra el olvido. Cuando el reflejo de sí y su visión se asocian a los muros que tienen el color del sepulcro de la tumba, entre los cuales es difícil conciliar el sueño, hostigada por los gritos de la depresión, las peleas entre las presas y las órdenes silbadas por las “jefecitas”, no hay más opción que permanecer al margen del mundo. Difícil ir al asalto del exterior, creer que estas empalizadas tienen sentido cuando se está condenada a más de veinte años de cárcel, cuando se tiene la misma edad que la pena que aguarda y cuando la familia y los amigos la han “lapidado” definitivamente. Por otra parte, son muchas las que buscan refugio en la religión, o se convierten a la doctrina de los evangelistas, los mormones o los Testigos de Jehová, que tienen fácil acceso a la prisión, contrariamente a los programas culturales.

La génesis singular de cada detenida hace que todas vivan la prisión según escalas de valor dispares y antinómicas, en relación con su(s) vivencia(s) y con lo que les espera o no en el exterior. Para algunas mujeres, cuando la pena termina, la libertad se parece al trabajo de un sepulturero : verse sola, librada a sí misma, a la inestabilidad de la calle, al desempleo, al rechazo de la familia. Afuera, después de un exilio forzado de varios años, incluso décadas, a veces se enfrentan a “otro mundo” que no las reconoce, o que sólo las reconoce en la condición que las injuria : la de ex detenida. Así, sucede que vuelven a encontrar el camino de la cárcel. De cada 42 mujeres jóvenes liberadas en diciembre de 2008, 18 estaban de vuelta a finales de enero de 2009.

 

(1) Michel Foucault, Vigilar y castigar, Nacimiento de la prisión, Siglo XXI editores, México, 1998.

(2) Algunas mujeres dan a luz en prisión y pueden mantener a sus hijos con ellas hasta que éstos alcanzan la edad de 5 años y 11 meses.

(3) Investigación realizada por José Luis Castro González y expedida por el profesor de marquetería del Centro Femenino de Readaptación Social Santa Martha Acatitla, Luis Manuel Serrano Díaz, en dos entrevistas realizadas en agosto de 2009 en México D.F.

(4) Las palabras de detenidas aquí transcritas fueron formuladas en sesiones del taller de escritura que tuvieron lugar en julio de 2009 en la Prisión Femenina de Santa Martha Acatitla.

(5) Nombre dado por las detenidas a las comidas servidas en prisión.

(6) Respectivamente : hongo gris-negro comestible que crece en las mazorcas de maíz, chiles mexicanos, sartén tradicional destinada a asar los tortillas, y buñuelo de maíz relleno de queso.

(7) Pasta a base de maíz.





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