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En el sur de Chile, una zona franca heredada de la época de Pinochet

El supermercado del fin del mundo

samedi 25 février 2017   |   Georgi Lazarevski
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La necesidad de huir del estruendo del mundo a veces invita a soñar con sus confines : espacios alejados, rincones preservados, islotes de frescor aún impregnados de la pureza de antaño. El extremo meridional del continente americano atrae a viajeros en busca de otros lugares. En medio de grandes espacios, descubren un… supermercado y sus habituales estanterías.

“¡Zona Franca : todo lo mejor que ofrece el mundo en un único lugar !”. La frase, anunciada por una voz nasal, resuena en ambas orillas del estrecho de Magallanes. En ese paraje barrido por vientos con fama de provocar locura, las ondas sonoras se introducen en todos los hogares : “¡Más de nueve millones de clientes, 300 millones de dólares de volumen de negocio este año, visítenos !”. Entre dos jingles, la radio desgrana sus eslóganes publicitarios. Todos elogian el mismo lugar : la Zona Franca, esa vasta extensión de centros comerciales erigidos en las orillas del Estrecho, en la ubicación exacta de la “punta de arena” que dio su nombre a la gran ciudad del sur de la Patagonia chilena, Punta Arenas.

Este puerto conoció su época gloriosa a comienzos del siglo XX, antes de la construcción del canal de Panamá. Entonces era un punto de paso obligado para los barcos que unían los océanos Atlántico y Pacífico y que huían de las tempestades del cabo de Hornos. Actualmente, cruceros tan grandes como edificios, rumbo a Ushuaia, hacen escala en esos lugares y allí desembarcan sus miles de turistas en busca de evasión.

Aquí, “el fin del mundo” es, sobre todo, una etiqueta, una marca destinada a inspirar el ensueño. Y que conoce una infinidad de declinaciones : cervezas, cafés, restaurantes, circuitos turísticos e incluso carreteras nacionales, como esa porción de la ruta 9, rebautizada “ruta del fin del mundo”. A los recién llegados se les promete que están entrando en los confines de la sociedad, de parajes “intactos”. Se les da a entender que han cortado el cordón umbilical con su vida cotidiana ; que, en este lugar, todo sería aún posible. Quienes se lo crean, se verán defraudados. Los guías turísticos les reconducirán por el camino correcto : “¡Imposible visitar Punta Arenas sin ir de compras a la Zona Franca, el centro comercial más grande de la Patagonia !” (1).

El visitante descubre entonces que el centro del mundo no esperó hasta la llegada de los cruceros turísticos para situarse en los confines con sus senderos de cemento, sus almacenes, sus concesionarios de automóviles, sus galerías comerciales donde se amontonan los monitores LCD de último modelo, sus botellas de bebidas alcohólicas libres de impuestos, sus muebles de fórmica y sus artilugios de camping que permiten vivir “en plena naturaleza” sin renunciar al confort. Bienvenidos a la Patagonia moderna.

La zona franca de Punta Arenas fue creada en 1977, bajo la dictadura del general Augusto Pinochet, e inaugurada por el intendente de la región de Magallanes, el general Nilo Floody, muy conocido por las asociaciones de defensa de los derechos humanos por su participación, en noviembre de 1973, en la “limpieza de los grupos extremistas armados” –según la terminología de la época–.

Bajo el impulso del ministro de Economía de Pinochet, José Piñera, y sus “Chicago boys” (2), la región se convirtió en uno de los principales laboratorios de la globalización. Las empresas públicas –petróleo, agua, teléfono, transporte aéreo– fueron privatizadas muy por debajo del precio real. En esta zona, la más austral de Chile, que ninguna carretera une con la capital –Santiago, situada a 3.000 kilómetros al norte–, se podía comprar de todo. El Gobierno no escatimó esfuerzos para atraer a nuevos habitantes, mientras que el poderoso vecino argentino reivindicaba las islas del cercano canal de Beagle. La Zona Franca pasó a ser la punta de lanza del desarrollo de ese territorio, en consonancia con una política de colonización que, un siglo antes, había llevado al exterminio de los pueblos indígenas de los onas, los alacalufes y los yaganes.

Cuatro décadas después, los almacenes continúan en pie frente al mar de Magallanes, corroídos por las salpicaduras de las olas. Con regularidad se vuelven a pintar de colores vivos, como para intentar mantener un sueño. La Zona Franca pregona su volumen de negocio anual, en crecimiento, apenas mermado por la creación de un centro comercial que le hace competencia en la misma ciudad : el Espacio Urbano Pionero, del grupo estadounidense Walmart.

Patricia Rebolledo, una joven empleada de la compañía Securitas encargada de vigilar el lugar las veinticuatro horas del día, efectúa su ronda diaria. Por la noche, cuando con un último chirrido se interrumpe el ballet de carritos sobrecargados, recorre los senderos de la zona para cerrar con cerrojo las puertas de acceso, rodeadas de alambradas de púas y garitas. Aquí, actualmente se encierran los bienes de consumo. Después de todo, el decorado no ha cambiado tanto desde la fundación de la ciudad en 1848. En esa época, Punta Arenas era una “colonia penal”, a donde se enviaba a los prisioneros para que se pudrieran allí. El clima glacial, húmedo, implacable, aseguraba la severidad del castigo. Aquellos que se arriesgaban y se fugaban morían de frío. En 1877, tras una rebelión de carceleros a quienes el Estado había privado de subsidios y vivían en un desamparo semejante al de los reos, la región cambió de estatus : la “colonia penal” se convirtió en “territorio de colonización”, un espacio donde el Estado buscaría afirmar su soberanía a través de la creación de una ciudad.

Esa revuelta encontró eco en un levantamiento más reciente, en 2011, cuando los magallánicos –los habitantes de la región– protestaron masivamente contra la supresión de una subvención que les permitía pagar un precio más barato por el gas que en otras regiones del país. Cientos de barricadas paralizaron toda la región, bloqueando a los turistas durante una semana, antes de que el Gobierno retrocediera y cuatro ministros dimitieran. ¿Cómo explicar semejante movilización, inédita desde las manifestaciones contra el régimen de Pinochet ? Sin duda, el motivo se encuentra en que el gas que se extrae cerca de Punta Arenas todavía es considerado como un bien público, vital en una región glacial cuyos habitantes se consideran pioneros, portadores de la utopía nacional que Chile intenta mantener a ambos lados del estrecho de Magallanes a pesar del clima y de la geografía.

En 2014, la presidenta Michelle Bachelet perennizó la subvención del gas. Pero las desigualdades siguen siendo llamativas. Una decena de familias se reparten Chile, entre ellos los Fisher, que poseen la concesión de la Zona Franca hasta 2030. El grupo, presente en el sector inmobiliario, explota centros comerciales y casinos en todo el país (entre ellos el casino Dreams, adyacente a la Zona Franca) así como en Perú, en América Central y en Sudáfrica. Posee importantes participaciones de la multinacional Aquachile, de la familia Puchi, cuya principal actividad, la salmonicultura industrial, provoca innumerables escándalos ecológicos, como la destrucción del fondo marino de la isla de Chiloé, más al norte.

La inmensa mayoría de chilenos sobrevive acumulando pequeños trabajos para llegar a final de mes. Rebolledo no es una excepción. Empezó a trabajar a los 15 años para pagar su uniforme del instituto. Al convertirse en madre de familia muy joven, tuvo que abandonar sus estudios. Pero su salario de vigilante, 250 dólares, no es suficiente para satisfacer las necesidades de sus cuatro hijos. En su cabaña, al mismo tiempo que vigila el acceso norte de la zona, lee los anuncios clasificados. Hay uno que ofrece una formación para conducir maquinaria de construcción. Seguirla le permitiría solicitar un puesto de trabajo en la Mina Riesco, la inmensa mina de carbón que la familia Luksic acaba de abrir a unos kilómetros más al norte, para gran disgusto de los ecologistas, cuyas recriminaciones ignora : “Las minas son el maná del país, lo que más aporta”. Se pone a soñar con otro trabajo, con otra vida.

Detrás de ella, en las negras aguas del Estrecho, los cruceros se deslizan en silencio, resplandecientes de luces. Rumbo a Ushuaia, pasan por delante de restos de barcos esparcidos por el Estrecho, transportando hacia los mares de hielo a los turistas y sus sueños de aventuras, resguardados del frío. En tierra firme, los autobuses turísticos bordean miles de kilómetros de alambradas destinadas a delimitar las parcelas. Los pasajeros, afanándose por inmortalizar con sus smartphones los paisajes que atraviesan, apenas prestan atención a esos alambres de púas que, sin embargo, resumen la historia de la colonización de ese territorio. Dado que antes del turismo y su promesa de espacios vírgenes, antes de la Zona Franca y su espejismo de felicidad que brinda el consumo, hubo otros paraísos, otras fantasías de pioneros que se desvanecieron tan rápidamente como habían aparecido.

En 1945, el descubrimiento de petróleo al otro lado del Estrecho, en Tierra del Fuego (al norte de la sierra Boquerón), suscitó grandes expectativas. Pero el boom sólo duró un tiempo. La pequeña ciudad de Cerro Sombrero, que había surgido de la nada, con sala de cine, piscina y parque de atracciones, y que exhibía el índice de matrimonios más elevado del país, ya sólo es la sombra de sí misma. Un pueblo sombrío situado en una árida colina, que reivindica su lugar en la historia a través de estatuas de estilo art pompier y viejas cabezas de perforadoras. La explotación de los yacimientos de gas que se descubrieron inmediatamente después conoce un destino semejante : las reservas disminuyen y hoy hay que buscar a mayor profundidad, utilizando la fracturación hidráulica, que devasta los subsuelos.

Antes del oro negro hubo incluso oro blanco : la lana, en la gran época de la Sociedad Explotadora de Tierra del Fuego (SETF), creada por la familia Braun-Menéndez a finales del siglo XIX. La sociedad, apodada “el cangrejo coloso”, extendía su imperio por toda la Patagonia, elevando la cría de ovejas al rango de industria. Al eliminar poco a poco los obstáculos, logró conquistar tres millones de hectáreas, es decir, alrededor de una cuarta parte de la superficie de Inglaterra.

La SETF –“la Explotadora”– ya se inscribía en la lógica del capital destinado a organizar la circulación de seres y de mercancías. En la línea de los primeros navegantes del Estrecho, ésta trataba de asegurar el control de los pasos fronterizos y los puntos de cruce. Así, las toneladas de alambre de púa provenientes de Europa que fueron desembarcadas para delimitar las tierras, respondían menos a una obsesión territorial que a regular los distintos tráficos que había que proteger de la molestia de los indios, de los sindicatos obreros y de la competencia de otras empresas.

Para las grandes familias, extender su dominio sobre todo el territorio implicó la eliminación (por la ley o por la fuerza, que a menudo eran lo mismo) de una primera ola de colonos : una horda de miserables que se habían precipitado a Tierra del Fuego cuando se descubrió oro, a principios de los años 1880. Hoy subsiste un puñado de buscadores de oro en el Cordón Baquedano, una cadena montañosa al norte de Tierra del Fuego. Sus vidas apenas han cambiado.

Gaspar Geissel pasa sus días con el pico entre las manos, cavando una tierra que no le pertenece. El propietario vive en Santiago y delega la gestión de su bien en un gaucho (pastor de rebaños de ovejas) que tolera la presencia de Geissel. Éste levanta piedras, cava, examina el lecho de los ríos. Desde hace treinta años, una y otra vez. Gana poco, trabaja duro, pero prefiere su condición a la de los obreros que embalan salmón en la planta Porvenir, a treinta kilómetros de allí, o que se agotan efectuando el mantenimiento del camino que ahora pasa por delante de su cabaña.

A veces, algunos turistas lo solicitan. Entonces se detienen delante de un cartel que colocó : “Aquí, un buscador de oro”. A cambio de unos pesos, tienen derecho a una rápida inmersión en su vida de minero. Él también querría aprovechar el boom turístico. Pero lejos del itinerario que lleva a Ushuaia, los coches y los autobuses escasean. Así pues, sigue extrayendo polvo de oro y pesándolo minuciosamente en el rincón de su estufa de leña. Cuando llegue el invierno y la nieve y el hielo se vuelvan a apoderar del lugar, subirá a la lancha para ir a Punta Arenas, al otro lado del Estrecho, para vender su oro allí.

Mientras tanto, su pequeña radio de pilas le conecta con el mundo moderno. Con regularidad, la misma voz nasal anuncia las noticias del día, la cotización del oro. Y el precio de los productos en promoción en la Zona Franca.  

 

NOTAS :

(1) “Punta Arenas Tax-Free Area”, www.interpatagonia.com

(2) Nombre familiar de una escuela de economistas liberales representada en especial por Milton Friedman (1912-2006).





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