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INDUSTRIALIZAR LA SELVA, RECLUTAR A LOS BRASILEÑOS

El sueño amazónico de Henry Ford

dimanche 18 septembre 2011   |   Greg Grandin
Lecture .

Adoraba el orden y el pan integral, y detestaba a las vacas y a los sindicalistas. A principios del siglo XX, el empresario industrial estadounidense Henry Ford impone su visión del mundo en el ámbito de la fabricación de automóviles, con la ambición de extender la “racionalización” y la “estandarización” a todas las actividades humanas. Con la creación de Fordlandia en el corazón de la selva amazónica, en torno a un centro de producción de caucho para sus neumáticos, puso en práctica su sueño.

En 1927, cuando Henry Ford anunció que su compañía había adquirido en la Amazonia una concesión del tamaño de Connecticut para extraer caucho y edificar una ciudad en plena selva, la prensa estadounidense festejó el acontecimiento como la confluencia de dos fuerzas igualmente irresistibles. De un lado, el industrial más poderoso del mundo, inventor de la cadena de montaje y propulsor de las nuevas normas de producción consistentes en duplicar hasta el infinito componentes cada vez más simples y de idéntica calidad. Del otro, la mayor cuenca fluvial del planeta, que irrigaba nueve países y cubría un tercio de Sudamérica, una zona tan salvaje y llena de vida que las aguas que bordeaban el territorio comprado por Ford contenían más especies de peces que todos los ríos de Europa juntos.

El asunto se presentaba entonces como el combate entre la energía torrencial del capitalismo estadounidense de comienzos del siglo XX, encarnado por Henry Ford, y un mundo ancestral que hasta ese momento nadie había logrado conquistar, simbolizado por la majestad inmutable del río Amazonas. Para la revista Time (24 de octubre de 1927), no cabía duda de que Ford optimizaría la producción de caucho de año en año “hasta la industrialización completa de toda la jungla”, para gran felicidad de las tribus amazónicas : “En poco tiempo más los indios negros armados de pesadas herramientas arrasarán sus antiguas chozas para facilitar la fabricación de limpiaparabrisas, alfombras y neumáticos”. Según el Washington Post, Ford debía llevar a la jungla la “magia del hombre blanco” para cultivar no sólo “el caucho sino a los mismos recolectores de caucho” (12 de agosto de 1931).

La instalación del hombre de negocios en el norte de Brasil corresponde a ese momento clave de la historia en que los tiempos de los aventureros entran en la era del comercio. El propio Ford evitaba utilizar los adjetivos floridos que eran comunes en la boca de los exploradores de la Amazonia. Si bien consideraba la selva como un desafío personal, era menos por el deseo de dominar la naturaleza que por su voluntad de imponer su visión de Estados Unidos, la misma que por entonces encantaba a la prensa de su país. Su concepción de la existencia no estaba exenta de romanticismo, en particular cuando hacía la promoción de los bailes de salón. Pero el rey de la industria automotriz no tenía sin embargo un espíritu aventurero. “Un hombre que trabaja debería disponer de un sillón, de una chimenea que chisporrotea y de un entorno agradable” estimaba. Fue siguiendo esa lógica como Ford hizo construir en plena jungla unas casitas dignas de un barrio residencial burgués para albergar a sus obreros brasileños, a los que instaba a cultivar flores y legumbres en sus pequeños jardines. 

De 1927 a 1945, año éste en que cedió su parcela al gobierno brasileño, Ford gastó decenas de millones de dólares para construir dos ciudades al estilo estadounidense en plena selva, dado que la primera fue abandonada después de que un parásito vegetal destruyera la plantación. Sus habitantes gozaban de todas las ventajas de la civilización : plazas, aceras, instalaciones sanitarias, hospitales, parques con césped, cines, piscinas, campos de golf y, por supuesto, automóviles marca Ford que circulaban por calles pavimentadas. El agregado militar estadounidense en Brasil, el mayor Lester Baker, que llegó a visitar Fordlandia tras un largo periplo por la Amazonia, descubrió estupefacto un “paraíso” digno del Midwest, “dotado de lámparas eléctricas”, teléfonos, lavadoras, tocadiscos y frigoríficos”.

Sin embargo, los primeros años estuvieron marcados por una violencia y un desenfreno más propios de una ciudad de frontera que de Disneylandia. La malaria y la fiebre amarilla hicieron aumentar rápidamente la tasa de mortalidad. Nubes de ceniza oscurecían el cielo, a causa de los incendios más devastadores jamás causados por la mano del hombre en la Amazonia. Inmigrantes que buscaban un trabajo desesperadamente, provenientes en general de las tierras áridas y famélicas del Nordeste brasileño, llegaban a los campamentos de trabajo, atraídos por el rumor de que Ford contrataba decenas de miles de hombres a razón de cinco dólares diarios. Y venían con sus esposas, hijos, tías, tíos y primos, que se amontonaban en barracones hechos con cajones de madera y tela de carpas.

Los trabajadores que escapaban de las plantaciones relataban historias de grescas con arma blanca, motines, directivos estadounidenses que transformaban el bosque nativo en terrenos enlodados, que quemaban grandes áreas de selva sin tener la menor idea de cómo se cultivan los heveas (árboles del caucho).

Entre los que se quedaban, la disciplina marcial de Ford era mal aceptada. Horarios estrictos a pesar del calor y de la lluvia ; régimen alimenticio impuesto hasta en las maternidades, donde sólo daba a los bebés leche de soja (Henry Ford detestaba las vacas) ; prohibición de frecuentar los garitos locales y de consumir alcohol ; irregularidades en el pago de los salarios. En diciembre de 1930, dos meses después de la “revolución” que había llevado al poder a Getulio Vargas, estalló una rebelión en Fordlandia. Al grito de “Brasil para los brasileños. Mueran los estadounidenses”, los obreros saquearon una parte de las instalaciones e impusieron sus reivindicaciones.

Los cuadros estadounidenses no ignoraban que para su patrón, la organización de los trabajadores constituía “la peor plaga que haya conocido el planeta”. Así que solicitaron –y obtuvieron– el apoyo del ejército brasileño : los que protestaban fueron despedidos, y los pequeños comercios de los alrededores, cerrados.

Fue entonces la naturaleza la que se rebeló. Ford había insistido para que los heveas fueran plantados en filas estrechas, siguiendo el ilustre ejemplo de sus fábricas en Detroit, donde el alineamiento de las máquinas limitaba al mínimo las posibilidades de movimiento. Pero de esa manera creó un espacio ideal para las cucarachas y el mildiu, que en poco tiempo arrasaron las plantaciones.

Fordlandia parecía maldita, no sólo a causa del desastre de los primeros años, sino también después de que el orden lograra estar más o menos garantizado, a raíz de la obstinada negativa de la vegetación a aceptar la disciplina fordista. Sin embargo, al visitar hoy en día lo que queda del lugar se experimenta una cierta melancolía. A pesar del uso intensivo del fuego por parte de los primeros productores, y del caudal del que fuera el mayor aserradero de América Latina, el lugar recuerda menos las calamidades de la deforestación que otro tipo de pérdida : la desindustrialización. La torre del tanque de agua carcomida por el óxido y los escombros del mencionado aserradero presentan en efecto una perturbadora similitud con las ruinas de Iron Mountain, en Michigan, otra antigua “ciudad Ford”.

A unos dos kilómetros del puerto fluvial de Fordlandia, en una colina rodeada por un río, yacen los restos del “barrio americano”. Las casas de madera, impregnadas del rigor protestante, conservan aún sus techos en tablilla, sus parquets, sus paredes al yeso, sus molduras decorativas, sus baños alicatados, sus apliques y sus frigoríficos. Decrépitas e invadidas por la vegetación, esas casas cobijan hoy en día colonias de murciélagos, que cubren las paredes y el suelo de una espesa capa de guano. 

Más cerca del río viven los brasileños, entre ellos algunos veteranos de Ford, en modestos bungalows levantados a lo largo de tres calles que siguen el contorno del terreno. La central eléctrica y el aserradero separan esa ciudad obrera de la antigua zona residencial de los blancos. Las turbinas y los generadores desaparecieron de la sala de máquinas, pero algunos vestigios industriales yacen aún por los alrededores. Enterrado en la hierba, un trozo de vía recuerda que existieron cinco kilómetros de línea férrea, por donde se transportaban los troncos hasta la central.

Hace más de cincuenta años, en su conferencia “Errand into the Wilderness” (“En misión por el mundo salvaje”), el historiador Perry Miller trataba de explicar por qué los puritanos ingleses habían preferido embarcarse rumbo al Nuevo Mundo en lugar de ir a una región más familiar, como por ejemplo Holanda. A su entender, lo que los motivaba no era sólo el deseo de salvar su “posteridad de la corrupción de un mundo nefasto”, encarnado entonces por la Iglesia de Inglaterra, sino la promesa de salvar a la cristiandad de toda Europa. En un “país vacío, desprovisto de instituciones establecidas (y corrompidas), sin obispos ni cortesanos”, los colonos lo podrían “recomenzar todo desde cero”. No escapaban de su país, al contrario, procuraban restaurar allí la verdadera fe, creando del otro lado del Atlántico el “modelo” de una comunidad más pura.

Así, la “profunda inquietud” y el sentimiento de que “algo se había pervertido” desencadenaron la primera fase de la expansión hacia América. La fundación de Fordlandia se basaba en una lógica similar : la impresión de que “algo se había pervertido” en Estados Unidos. La ciudad de la jungla siguió los altibajos de esa vida estadounidense que Henry Ford ambicionaba remodelar. La política y la cultura en su país le suministraban interminables motivos para la crítica : la guerra, los sindicatos, Wall Street, los monopolios energéticos, los judíos, la danza moderna, la leche de vaca, los Roosevelt, los cigarrillos, el alcohol, las intervenciones del gobierno federal… Pero, más grave aún que todos esos flagelos, las fuerzas del capitalismo industrial que Ford había contribuido a desencadenar, podían a partir de entonces arrasar el mundo que él soñaba restablecer.

El fordismo contenía los gérmenes de su propia destrucción : el desmigajamiento del proceso de producción en tareas cada vez más aisladas, combinado con los rápidos avances del transporte y de las comunicaciones, permitió a los empleadores romper el vínculo establecido por Ford entre mercados rentables y buenos salarios. Como las mercancías actualmente pueden ser producidas en un sitio y vendidas en otro, el patrón ya no se ve incitado a remunerar correctamente a los trabajadores para que éstos tengan con qué comprar los productos que fabrican.

Esa degradación es particularmente visible en la ciudad amazónica de Manaos, a unos quinientos kilómetros al oeste de Fordlandia. Esa localidad, floreciente en el siglo XIX, cuando se concentraban allí todos los excesos del “boom” del caucho, conoció su segunda edad de oro a finales de la década de 1960, cuando el régimen militar brasileño le concedió la condición de zona franca. Exenta de derechos aduaneros, la ciudad se convirtió en el supermercado de todo Brasil. En su puerto de aguas profundas, los barcos provenientes de Estados Unidos, de Europa y de Asia desembarcaban a diario toneladas de mercancías. En 1969, el periódico estadounidense The New York Times saludó esa “febril prosperidad” evocando las hordas de brasileños llegados en charter desde Río de Janeiro o Sao Paulo para comprar todo tipo de artículos libres de impuestos : juguetes, radios, aparatos de aire acondicionado, televisores, etc. Por la misma época, el gobierno militar daba un apoyo masivo a su industria (subvenciones, reducción de tasas para la exportación) metamorfoseando Manaos en zona industrial para las multinacionales de marca, a la manera de las maquiladoras mexicanas que por entonces comenzaban a florecer a lo largo de la frontera con Estados Unidos. Hoy en día, Manaos cobija cientos de fábricas de marcas como Honda, Yamaha, Sony, Nokia, Philips, Kodak, Samsung o Sanyo. En 1999, Harley-Davidson abrió en la ciudad su primera fábrica en el exterior, mientras que Gillette instaló su mayor planta de Sudamérica.

Manaos, gracias a su crecimiento demográfico, el mayor de Brasil, vio aumentar su población de 200.000 habitantes a mediados de los años 1960 a tres millones hoy en día. La ciudad se desborda como un monstruo tentacular, devorando día a día el follaje esmeralda de la jungla que la rodea. Como numerosas metrópolis del Tercer Mundo, es víctima de una pobreza y de una criminalidad crecientes. Sin hablar de la prostitución infantil, todo tipo de tráfico, contaminación ambiental y un sistema sanitario moribundo. Como la ciudad no cuenta con estación de depuración de aguas residuales, éstas son vertidas directamente en el río Negro. Manaos representa el 6% de la producción industrial de Brasil, adosada a unos cien mil empleos. Por más grandes que sean las ganancias de esos exportadores, la ciudad no puede dar trabajo a todos los migrantes rurales que llegan en busca de sustento. Al llegar en avión, el viajero puede abarcar de una sola mirada las torres de lujo –voluptuosamente edificadas entre los bancos de arena fina– y las villas miseria que se extienden a sus pies, sostenidas por pilotes para protegerse de los caprichos del río : un condensado de desigualdades en uno de los países menos equitativos del mundo. Comparativamente, la distancia social que separa el barrio americano de Fordlandia de su ciudad obrera parece casi irrisoria.

El curso meridional del Amazonas, en un tramo de unos quinientos kilómetros, despliega la historia del capitalismo moderno. En un extremo, Fordlandia, monumento a la gloria de las promesas incumplidas del naciente siglo XX. En el otro extremo, Manaos y sus flagelos urbanos, los mismos que Ford quería conjurar, y que sin embargo se alimentan del sistema que él instauró. La ambición de reproducir Estados Unidos en la Amazonia sólo habrá logrado una cosa : deslocalizar sus residuos industriales allí.





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